
El casi centenar de días de confinamiento ha estimulado la necesidad de comunicarnos. A diferencia de otras plagas, la Covid-19 se hizo patente de país en país casi de un día para otro. De repente todo el mundo se quedó en estado de choque. Estábamos ya en vísperas de la pandemia, pero ni los gobiernos ni los ciudadanos nos habíamos preparado. Hubo que improvisar. La incertidumbre y los mensajes contradictorios generaron temor. Todos nos sentimos extrañamente amenazados y afectados.
Mientras, el sistema sanitario colapsaba y hasta los dirigentes políticos eran de los primeros en contagiarse. Ha sido la primera crisis que nos ha afectado a todos. Sin espectadores ni público, en la pandemia el cuadro de actores lo hemos formado todos.
Esa implicación a la vez personal y planetaria ha originado una evidente infoxicación. Solo importaba el virus; no existía nada más. Los telediarios duplicaron su tiempo de emisión, pero eran monográficos sobre el coronavirus. Pasó igual con el resto de medios de comunicación y redes sociales. La situación se prolongó así muchas semanas. Los diarios digitales aplazaron o suspendieron sus muros de pago. La infodemia se ha distribuido gratis en buena parte de los soportes, a menudo sin demasiado criterio, sin método ni finalidad. Todo fue Covid-19 y nada más que eso. Fueron semanas en que ni siquiera podías enfermar de otra cosa.
Canales, mensajes y enfoques fueron a menudo caóticos, pero los receptores hemos cambiado de piel en este tiempo. Ha aparecido una ciudadanía disciplinada, solidaria y resiliente. No solo nos hemos preocupado por los nuestros y por los demás, sino que además lo hemos reconocido, verbalizado y visibilizado como nunca. Esos días la realidad familiar se ha asomado con frecuencia a nuestras videoconferencias y nos ha vuelto a humanizar, súbitamente y por sorpresa. Hemos aprendido a cuidarnos nosotros para cuidar a los demás.
Ante una crisis tan retroalimentada y en constante directo, resultó inevitable que los medios impresos hayan perdido el ritmo. En estos meses, los formatos audiovisuales y digitales se han adueñado del interés de unos ciudadanos interconectados, convertidos de forma constante y casi compulsiva en consumidores de información.
Las redes sociales han agrandado en este tiempo sus luces y sus sombras, pero se han impuesto con claridad en la conversación. Twitter, Facebook y Whatsapp se han utilizado masivamente para informarse, conectarse y compartir. Instagram, Youtube y Tiktok, para entretenerse y tomarse un respiro.
La crisis sanitaria nos ha enamorado ante nuevos modelos de liderazgo. Han triunfado los líderes sencillos y auténticos. Andrew Cuomo, gobernador de Nueva York; Jacinda Ardern, primera ministra de Nueva Zelanda, o José Luis Martínez-Almeida, alcalde de Madrid, se han ganado el afecto y el reconocimiento de sus ciudadanos por su autenticidad y cercanía. António Costa y Angela Merkel, por su sencillez y su eficacia. A contraluz, Donald Trump, Boris Johnson y Jair Bolsonaro destacaron en el lado de los prepotentes que han acercado a sus países al desastre.
Se ha confirmado también que los datos sin emociones valen más bien poco. Se pensó inicialmente que para solucionar los problemas bastaba con inundar de datos la realidad. Se ha retransmitido en tiempo real la evolución de la curva, su pico y su punto de aplanamiento; el número de infectados, diagnosticados y fallecidos hospitalarios. No han aclarado nada. La inconsistencia de las cifras y las dudas sobre su gestión han ensombrecido el panorama.
España fue probablemente el país que más atención ha prestado a las cifras. Hasta hace unos días, estuvieron instaladas en la portada de los diarios desde el comienzo de la crisis, una constancia que no ha se repetido en ningún medio extranjero. Encontrar seriales equivalentes en The Guardian, Le Monde o Corriere della Sera es sencillamente imposible.
Ha habido sobreexposición de datos, de comparecencias, de versiones y de opiniones. El Gobierno intentó concentrar el foco desde el principio, pero cada una de sus iniciativas se ha visto contestada por decenas de instancias e instituciones públicas en una encarnizada contienda por captar la atención y acaparar el tiempo.
El resultado ha sido una politización partidista alarmante, donde cada grupo ha intentado redefinir la realidad a partir de aquella sobre la que interesa argumentar. Fue el perfecto caldo de cultivo para los bulos. La fórmula redes más politización suele equivaler a bulos al cuadrado. Esta vez ha sido así. La gente solo lee lo que le envían sus amigos o círculos de contactos. Los grupos de opinión se han vuelto inaccesibles para quienes piensan distinto. Solo se debate entre partidarios, con lo que cada grupo tiende a radicalizarse y a reafirmarse en sus puntos de vista.
Entre tanto ruido, los buenos vecinos han ganado presencia y valor. Ha habido compañías inteligentes que han escogido ser buenas ciudadanas y ponerse del lado de las personas. Cada uno tenemos nuestra propia lista de empresas que lo han hecho bien. Han sabido revalorizarse ante sus clientes. Ahora que ha arrancado la recuperación, partirán con ventaja. Todas ellas han sabido explicar su propósito y hacerlo realidad. Han superado antes que nadie la cuarentena comunicativa.
Cuando el confinamiento sanitario ha quedado atrás, esas mismas empresas, sin duda, van a ser parte determinante de la reactivación. Llegan ya tarde aquellas otras que aún no han definido ni trasladado a la opinión pública su propósito. Más les vale encontrarlo cuanto antes.