
No tema el lector, pese al título de esta columna no escribiré una sola palabra sobre el coronavirus.
El verano de 1964 lo pasé a la orilla del Duero, en un campamento militar llamado Montelarreina (Toro) y fue durante el poco tiempo libre que dejaban clases, "orden cerrado", marchas y desfiles cuando leí una novela de Camus, uno de los escritores que ya entonces admiraba, aunque menos de lo que lo admiro hoy. La novela me gustó, aunque menos que el teatro suyo que habíamos representado en la Facultad: Los justos y Calígula.
El pasado domingo 13 de marzo, Vargas Llosa publicó un artículo titulado Regreso al Medievo a propósito de la pandemia que vino de China, en que deja caer lo siguiente:
"La peor novela de Camus, La Peste, tiene hoy un súbito renacimiento tanto en Francia como en España".
No voy a entrar en discusiones con alguien a quien admiro, pero quiero colocar el libro de Camus en su contexto temporal.
La obra cumbre de Albert Camus vulve a estar de actualidad por el coronavirus
Tras lo sucedido en la guerra, Camus sufre una grave desilusión acerca de la condición humana, pero con la publicación de La Peste (1947) parece recuperar la confianza en el hombre. En el hombre tal cual es, en su mezquina altura y en su impureza.
La crítica literaria rebajó La Peste a un tratado de moral laica. El propio Camus, en una carta a un amigo, reveló que La Peste describe la resistencia francesa al nazismo y no hay por qué retorcer esa intención manifiesta del autor. Pero, ¿por qué adoptó una forma simbólica para explicarla?
A juicio del crítico Carlos Sainz de Robles, en La Peste se percibe desde las primeras líneas que hay algo más. Ya sea porque la invasión del nazismo ha acarreado consecuencias más hondas, singularmente una alteración sustancial en el ser del hombre y en el mundo donde ese hombre encontraba la seguridad y la naturalidad de su vivir, ya porque sus consecuencias no se limitaran a las que suelen ser usuales en extensión y en tiempo en una conflagración sino que pretendían disciplinar el futuro irrevocablemente.
Tras abandonar la dirección de Combat por desavenencias ideológicas con la propiedad, Camus se instala el 5 de agosto de 1947 en Les Moutiers, a cuarenta kilómetros de Nantes y a dos del mar, en casa de Michel Gallimard, y desde allí escribe a una amiga lo siguiente:
"Aquí he encontrado la paz. Es decir, trabajo de ocho a diez horas diarias en medio del silencio más absoluto y estoy a punto de terminar La Peste".
No se trata aquí de designar cuáles son los regímenes o los sistemas a los que apunta críticamente La Peste. El escritor quiere que su libro "se lea con distintos alcances", vale decir: contra todos los totalitarismos de izquierdas y de derechas.
Aquellos años posteriores a la guerra fueron para Camus los del distanciamiento con Sartre. Lo contaré en clave de anécdota sexual, a propósito de una visita al París de la rive gauche de Arthur Koestler. Fueron noches de farra y discusiones y Simone de Beauvoir se quiso ligar alternativamente a Koestler y a Camus. El primero sucumbe, el segundo no:
-¡Imagínense lo que esa puede contar después de pasar por la cama! –suspira Camus-. ¡Algo espantoso, una charlatana como ella, una marisabidilla insoportable!