
Esta semana, el martes y el miércoles, ha tenido lugar en Londres la cumbre anual de la OTAN. Dicha cumbre cobra especial importantica este año, al celebrarse el 70 aniversario de la firma del Tratado de Washington. La fundación de la Alianza Atlántica en 1949 tenía por objeto la creación de un bloque militar de naciones democráticas que pudiera hacer frente a la amenaza soviética. El principio rector de la Alianza es que la agresión a uno de sus miembros es considerada una agresión a todos ellos y, por tanto, evitar así los errores de la Segunda Guerra Mundial, en la que las potencias del Eje vencieron y ocuparon gran número de países neutrales sin que hubiera una respuesta coordinada y eficaz frente a Hitler. Setenta años más tarde, y treinta años después de la caída del muro de Berlín, la OTAN sigue siendo el escudo protector de las naciones que forman parte de la Alianza. A la cumbre asisten, entre otros, el Presidente de los Estados Unidos, el Primer Ministro británico, el Presidente de Francia o la Canciller alemana. Y el tema real de conversación, lo que verdaderamente han discutido es la aportación de cada país al esfuerzo de defensa común.
El debate no es nuevo. En la cumbre de la OTAN que se celebró en Gales en 2014, se fijó como objetivo que cada Estado Miembro de la Alianza incrementara gradualmente su gasto en defensa hasta el 2 por ciento del PIB en la siguiente década. De esta forma, se revertiría la reducción en los presupuestos de defensa que se habían producido tras la caída del muro de Berlín y, sobre todo, durante la Gran Recesión. El acuerdo, que es sólo débilmente vinculante, pretendía resolver el problema de free rider del gasto en defensa. Es decir, que un país gaste menos de lo necesario en defensa si pertenece a una alianza, ya que, al formar parte de esta sabe que ésta acudirá en su ayuda en caso de agresión, y, por tanto, que el esfuerzo en defensa de los demás le está protegiendo. Por otra parte, la pertenencia a la OTAN nos ahorra costes a todos los miembros de la alianza, al aprovechar las economías de escala que ofrece la defensa común. Es decir, por una parte los miembros de la Alianza gastan menos en conjunto de lo que gastarían por separado al defenderse mutuamente, pero a la vez hay inventivos para gastar menos de lo que corresponde, especialmente si el país es pequeño, al ya saberse defendido por los demás.
Los miembros de la Alianza dedican menos en conjunto de lo que gastarían por separado
Teniendo en cuenta todo lo anterior, ¿cuál debería ser el gasto en defensa de España? ¿Cuál es nuestra aportación óptima teniendo en cuenta el peso de nuestra economía, nuestra situación geográfica y la amenaza exterior a la que nos enfrentamos? Para responder a esta pregunta debemos analizar cuál es nuestro gasto en defensa en porcentaje del PIB con relación a los países miembros de la OCDE y de la Unión Europea que es con quien nos corresponde compararnos.
En 2017, último año para el que tenemos datos comparables, el gasto en defensa de España se situó en 0,89 por ciento del PIB. ¿Esto es mucho o es poco? En la OCDE sólo cuatro países superan el objetivo del 2 por ciento fijado por la OTAN en 2014: Israel, que por motivos obvios gasta el 5,55 por ciento de su PIB en defensa; Estados Unidos, la gran potencia militar mundial, que gasta el 3,16 por ciento del PIB, y que considera que gasta en exceso de lo que los demás se aprovechan; Grecia (2,53); y Estonia (2,09). Estos dos últimos casos al tratarse de países con una amenaza directa en su frontera.
La aportación de nuestro país es baja si se compara con sus comparables de la OCDE
Reino Unido (1,95) y Francia (1,79) se quedan algo por debajo del 2 pero se sitúan entre los países que más gastan sin tener tensiones fronterizas. Ello porque son los dos únicos países de Europa Occidental que cuentan con su capacidad militar como una forma de tener presencia en la escena internacional.
A continuación, se encuentran los países nórdicos y los del Este cuya frontera oriental les impulsa a hacer un esfuerzo mayor en defensa. Así, Letonia, Lituania, Rumanía y Polonia destinan a este capítulo en torno al 1,7 por ciento del PIB y los países nórdicos entre el 1,2 de Suecia y el 1,7 de Noruega. Italia, con una frontera sur complicada, estar cerca de los Balcanes y ser una potencia de tamaño medio dedica a defensa el 1,3 por ciento de su PIB.
En el entorno del 1 por ciento o algo por debajo, están dos tipos de países: aquellos que, al ser perdedores de la Segunda Guerra Mundial, no aspiran a tener una gran fuerza militar a pesar de su gran peso económico (Alemania 1,05 por ciento y Japón 0,89 por ciento) o países con menor exposición a una agresión exterior y que tampoco aspiran a tener un gran liderazgo en la escena internacional. Este segundo caso, de mayor a menor gasto, es el de Países Bajos, Hungría, Eslovenia, España, Portugal, República Checa y Bélgica. Todos ellos con un gasto militar entre el 1,1 por ciento y el 0,8 por ciento del PIB y, todos, países pequeños salvo España.
Por último, tenemos a los free riders. Países pequeños, con alta renta, que por su tamaño pasan desapercibidos en el contexto internacional, y cuya defensa descansa en la capacidad de los demás. Nueva Zelanda, Suiza, Austria, Malta, Luxemburgo, Irlanda e Islandia presentan las cifras de gasto en defensa más bajas de la UE y la OCDE, a pesar de tener todos ellos elevados niveles de renta.
España, por tanto, está en el grupo de países sin grandes amenazas directas, pero con un cierto nivel de compromiso. Sin embargo, su nivel de gasto es bajo, incluso dentro de ese grupo y se sitúa en un nivel más propio de países más pequeños. No tiene sentido que tengamos un gasto del 2 por ciento del PIB, que sólo alcanzan o están cerca de él países en permanente situación de conflicto o que forman parte del reducido número de potencias militares de primera línea. Tampoco le corresponde el gasto de países que tiene una frontera directamente amenazada. Sin embargo, dado nuestro nivel de renta, tamaño y situación geográfica nuestro gasto en defensa sí podría ser algo superior a los niveles actuales.