
Una nueva campaña electoral está a punto de comenzar y los bancos expresan su malestar por el modo en que se ven obligados a convertirse en la principal fuente de financiación de los partidos políticos. Es una situación que, en los últimos tiempos, se ha generalizado a todo el sector.
Con la desaparición del Popular, tras su intervención y posterior compra por el Santander, ya no existe una entidad que cuente con especialización, y larga experiencia, en este tipo de operaciones. Al contrario de lo que un análisis superficial pueda sugerir, los reparos de los bancos no se relacionan sólo con el coste reputacional, o de imagen, que supone convertirse en el prestamista de una determinada formación. Existen razones más profundas relacionadas con el control de riesgos que la gestión financiera exige. Este tipo de organizaciones requieren de anticipos para organizar sus campañas y las garantías para su devolución se calculan de acuerdo con los ingresos que esperan recibir según su representación parlamentaria, basándose en las encuestas.
El problema estriba en que esos sondeos cada vez tienen más margen de error, debido al surgimiento de nuevas fuerzas políticas. Es más, ese multipartidismo hace que las subvenciones estén ahora más repartidas, y reduzcan su cuantía, lo que afecta a la capacidad de devolver los préstamos. Por si fuera poco, en tiempos de adelantos electorales, como los que ya se hacen frecuentes, hacen que las asignaciones relacionadas con una campaña pasada, como la de abril, no hayan tenido aún tiempo de liberarse antes de la convocatoria del 10-N. Son todas razones de peso para avalar la reivindicación de los bancos de que se reforme la ley para que los partidos tengan otras vías de financiación.