
Ciento cincuenta mil turistas británicos están varados en el extranjero sin poder volver a casa. En total, se perderán 21.000 puestos de trabajo, y el comercio tradicional recibirá un nuevo golpe, ya que más de 500 agencias de viajes que han sido una ventana al mundo durante generaciones en tantos centros urbanos se unen al resto de tiendas abocadas a cerrar. Debe de haber habido momentos durante el fin de semana en los que el primer ministro Boris Johnson y la ministra de Economía Andrea Leadsom se preguntaron si un par de cientos de millones no era un precio relativamente pequeño a pagar para evitar el caos del cierre de Thomas Cook, especialmente en un momento en el que el Gobierno gasta dinero como si no hubiera un mañana y las elecciones generales pueden tardar solo unas semanas.
Y, sin embargo, aunque estuvieron tentados, hicieron bien al negarse, aun cuando sus deudas con el Royal Bank of Scotland, controlado por el Estado, podían haber inclinado la balanza en sentido contrario. Pero, en realidad, no tiene sentido que el Estado utilice el dinero de los contribuyentes para apuntalar a una empresa de viajes en quiebra. Thomas Cook dirigía un negocio que ya había pasado su fecha de caducidad, que ya no ofrecía un servicio que demandara un número suficiente de personas y que no contaba con una experiencia o una tecnología que valieran la pena preservar. Las empresas mueren y nacen otras nuevas, y así es como funciona el sistema, y todos estaremos peor si no permitimos que eso suceda, incluso si los clientes y la plantilla se ven inevitablemente perjudicados en el proceso.
No hay nada de sistémico en una empresa que se dedica a organizar vacaciones
Sin duda, no hay ninguna empresa que John McDonnell, el líder del Partido Laborista en la sombra, y su "ministra de Economía" tambien en la sombra, Rebecca Long Bailey, no crean que deba ser rescatada. Seguiríamos teniendo un fabricante de máquinas de escribir respaldado por el Estado y cooperativas de trabajadores que fabricaran carros tirados por caballos, si se saliera con la suya. Inmediatamente después del colapso de Thomas Cook, la oposición se apresuró a argumentar que había que hacer algo. "El Gobierno debe intervenir para evitar esta crisis mediante la compra de acciones", dijo Long Bailey el lunes por la ma-ñana. Otros políticos, sin duda conscientes del impacto de las imágenes de turistas varados y llorosos en todos los boletines de noticias, se harán eco de esos llamamientos en los próximos días, a medida que se ponga en marcha la operación para traerlos a casa. La compañía aérea alemana del grupo, Condor, ha pedido ayuda estatal a Berlín, y si la canciller Angela Merkel está de acuerdo, los llamamientos para que Reino Unido haga algo similar sin duda se intensificarán.
De hecho, la empresa claramente pensó que tenía una oportunidad. Durante el fin de semana, pidió al Gobierno entre 150 millones y 250 millones de libras para seguir a flote, mientras buscaba posteriormente un modo de sobrevivir. La compañía apeló a la City durante meses para refinanciar su ingente deuda. Pero mientras RBS, entre otros bancos, aumentaba la presión sobre el consejo de administración, Thomas Cook se dirigió al Gobierno como último recurso y, afortunadamente, el Ejecutivo se resistió e hizo bien por varias razones.
La destrucción creativa es clave para que el capitalismo pueda evolucionar
Primero, los mercados cambian. Thomas Cook existió durante 170 años, y eso es un tiempo notablemente largo para un negocio. No hay muchas empresas de mediados del siglo XIX que sigan operando (Cadbury es una y WH Smith también, pero esas son excepciones). La razón es simple. La tecnología se desarrolla, los mercados evolucionan y los clientes quieren cosas diferentes. Muy pocas empresas consiguen adaptarse y reinventarse: IBM es el ejemplo más llamativo, que se ha remodelado radicalmente tres veces, y más recientemente lo ha hecho Microsoft. Pero se necesita visión y determinación para definir lo que hay que hacer, e incluso más para ponerlo en práctica contra la inevitable resistencia de gran parte del equipo. Son muy pocos los ejecutivos capaces de conducir una transformación así. La gran ma-yoría no lo son. Por desgracia, Thomas Cook entró en esta categoría, y ya es demasiado tarde para cambiarlo.
No nos engañemos: ésta era una empresa mal dirigida. Ha reorganizado sus actividad, siempre sujeta a soluciones tácticas a corto plazo, en lugar de con una estrategia a largo. Ha sido incapaz de aprovechar el hecho de que, digan lo que digan, no hay ninguna crisis en el sector del turismo. Nos vamos de vacaciones más que nunca, y gastamos más dinero en ellas también. Pero la dirección de Thomas Cook no supo tomar las decisiones correctas.
Finalmente, carecía de todo factor diferencial. No tenía ninguna tecnología especial, solo una gran flota de Airbus A320. Carecía de toda política de I+D, y de productos innovadores. El año que viene, millones de personas volverá a irse de vacaciones con una aerolínea diferente y reservando su hotel en la web, en lugar de a través de un operador turístico. Algunas empresas, aunque muchas menos de las que querrían los intervencionistas de izquierdas, tienen una verdadera importancia estratégica para el país. Son vitales para nuestra defensa, o para el tipo de economía que queremos construir. Pero las empresas que envían a familias a Mallorca para pasar una semana de descanso no entran en esa categoría.
La cruda realidad es que Thomas Cook será olvidado rápidamente. Será una marca como Woolworths, que echamos de menos porque sentimos nostalgia del lugar donde mu-chos de nosotros comprábamos discos o caramelos cuando éramos jóvenes. Pero no nos aportarían nada si siguieran en pie. Lo mismo ocurre con la eléctrica Comet o los restaurantes italianos Jamie. La destrucción creativa es fundamental para que el capitalismo de libre mercado sea el sistema económico más dinámico y creador de riqueza jamás concebido, y también el más justo. La función destructora es, por supuesto, dolorosa, pero sin ella no habría espacio para la parte creativa de la ecuación. Nadie debe alegrarse de la muerte de Thomas Cook, y se debe hacer todo lo posible para que sus pasajeros regresen a casa sanos y salvos. Pero permitir que agonizara y que se mantuviera artificialmente viva, gracias a las subvenciones estatales, habría sido un terrible error, e incluso en medio de una crisis política con la inminente celebración de unas elecciones, el Gobierno hizo bien en rechazarlo.