
Raymond Barre y Pierre Werner se sentirían orgullosos. Francés el primero y luxemburgués el segundo, sin ellos no hubiera sido posible que el euro fuera ahora la moneda común de quince países. Tampoco que el Banco Central Europeo (BCE) afronte desde hoy la semana en la que va a celebrar el décimo aniversario desde su constitución, que tuvo lugar exactamente el 1 de junio de 1998.
El mérito de Barre y de Werner radica en que sembraron la semilla de la Unión Económica y Monetaria (UEM) en sendos planes presentados en 1969 y 1970, respectivamente. Pese a que sus proyectos nunca se cumplieron tal como ellos los definieron, sí marcaron el camino que se siguió en las décadas posteriores. Por tanto, tuvieron la fortuna de observar cómo sus ideas acabaron germinando. Vieron nacer al euro. Y también al BCE. Y aunque no podrán asistir a los actos conmemorativos del cumpleaños de la entidad monetaria, ya que Werner falleció en 2002 y Barre murió en 2007, su recuerdo estará presente en las celebraciones.
Ceder soberanía monetaria
Éstas, sin duda, son merecidas. Que el BCE cumpla diez años representa, posiblemente, el mayor éxito de la historia financiera moderna. "Nunca ha dejado de fascinarme la hazaña de mis colegas europeos", asegura en sus memorias el ex presidente de la Reserva Federal (Fed), Alan Greenspan. Y no es para menos. La siempre convulsa Europa ha sido capaz de sentar las bases para que 15 de sus países hayan dejado de lado sus diferencias, hayan adoptado políticas comunes y hayan cedido su soberanía monetaria y cambiaria en favor de una eurozona que hace diez años era una ilusión y que actualmente es una realidad.
Eso sí, el periplo de la UEM ha sido de todo menos sencillo. No sólo ha debido sobreponerse a las periódicas disensiones internas que fueron apareciendo desde la creación de la Comunidad Económica Europea (CEE) en 1957, sino también a crisis y otros fenómenos similares. Sin duda, se trató de un proceso gafado en sus orígenes, ya que cada paso adelante se topó con algún problema que lo hizo fracasar o casi. Así, la caída del sistema de tipos de cambio fijos de Bretton Woods arruinó las tentativas iniciales de Barre y Werner. Posteriormente, la serpiente monetaria diseñada en 1972 para garantizar un mínimo de estabilidad entre las monedas europeas saltó por los aires por culpa del desaguisado cambiario sufrido en los 70 y de la primera crisis del petróleo.
Informe Delors
Pero tanto empeño tuvo su recompensa y a la tercera fue la vencida. Aunque la puesta en marcha del Sistema Monetario Europeo (SME) en 1979 coincidió con la segunda crisis del crudo, esta iniciativa logró salir adelante y diseñó una hoja de ruta que debía desembocar en la consecución de la anhelada UEM. De una vez por todas, el sueño de la integración monetaria parecía poner unos cimientos sólidos. "El SME ha sido un instrumento muy útil para el reforzamiento del proceso", afirmó el catedrático Joaquím Muns en un ensayo sobre el euro.
Pero la prueba para más dura aún estaba por llegar. Ocurrió en 1992. Después de que el informe Delors hubiera definido en 1989 las tres fases finales de la Unión Económica y Monetaria y de que el Tratado de Maastricht, firmado en enero de 1992, estableciera los criterios que deberían cumplir los países para acceder a la moneda común, las hostilidades se desencadenaron en junio de ese mismo año. Los daneses, convocados en referéndum, dijeron no a Maastricht, y esa negativa prendió la mecha. Los inversores internacionales comenzaron a apostar contra el SME, convencidos de que Dinamarca no sería el único país en causar baja del proyecto europeo. Y acertaron. Sobre todo con la libra esterlina, que abandonó el mecanismo cambiario dispuesto para acceder a la UEM el 16 de septiembre de 1992.
Y el milagro se obró
En ese momento, todo indicaba que la casa se hundiría una vez más. Pero no fue así. Los dirigentes de la Unión Europea -la nueva denominación de la CEE- entendieron que habían nadado demasiado como para morir en la orilla. Decidieron seguir adelante, aunque retrasando las etapas fijadas para la integración. Si todo iba bien, la UEM sería una realidad en 1999.
Esta vez, por fin, los planes salieron según lo previsto. El proceso se fue concretando de forma paulatina. En 1994 nació el Instituto Monetario Europeo, auténtico embrión del actual BCE. A finales de 1995, el ecu, que hasta entonces había ejercido como la moneda ficticia de Europa, fue rebautizado como euro, el nombre definitivo de la moneda que adoptarían los países que pasaran la criba de Maastricht.
Crisis tras los Juegos Olímpicos de Barcelona
Esta incógnita se resolvió en la cumbre que tuvo lugar en Bruselas a comienzos de mayo de 1998. Dicho foro dispuso que 11 países habían hecho los deberes a tiempo: Bélgica, Holanda, Luxemburgo, Alemania, Francia, Italia, Austria, Finlandia, Portugal y... ¡España! Tras la crisis económica posterior a los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla, nuestro país reunió los méritos pertinentes para entrar en la eurozona desde el primer momento. Y en el mismo instante en el que recibió el aprobado supo el canje de conversión: cada español debería pagar 166,386 pesetas para adquirir un euro.
El auténtico pistoletazo de salida había sonado. Apenas cuatro semanas después, nació el BCE y se conoció el nombre de su primer presidente. Tras unas duras negociaciones entre Francia y Alemania, el elegido fue el holandés Wim Duisenberg, el candidato propuesto por la delegación germana.
Sólo faltaba la puesta de largo. Y ésta tuvo lugar el 1 de enero de 1999, la verdadera fecha en la que se obró el milagro europeo. Ese día pasó a la historia por dos motivos: primero, porque se produjo el nacimiento oficial del euro en los mercados financieros; y segundo, porque el BCE pasó a tener ya mando en plazo. Desde entonces, sería el encargado, entre otras cuestiones, de manejar la máquina de imprimir billetes, garantizar la estabilidad de la inflación y dictar los tipos de interés del club de países del euro.
Más que la meta, el principio
Paradójicamente, la culminación del sueño no equivalió a alcanzar la meta, sino a situarse en la línea de salida. Había comenzado una nueva etapa. La de la vida real. Más aún cuando el euro llegó a las manos de los europeos en 2002. Para entonces, Grecia ya se había sumado a la eurozona, algo que después consiguieron Eslovenia, Malta y Chipre y que el 1 de enero logrará Eslovaquia.
En total, son ya 321 millones de europeos los que comparten la misma moneda, un hito primero impulsado y luego gestionado por el BCE. ¿Cómo lo ha hecho? "El balance es muy positivo. Ha demostrado ser estricto en la consecución de los objetivos", afirma José Luis Martínez, estratega en España de Citi. "Ha sido un éxito. Ha logrado mantener la credibilidad que se había ganado el Bundesbank -banco central de Alemania-", añade José Carlos Díez, economista jefe de Intermoney.
La tarta, con sus diez velas, está preparada. Y los responsables del BCE tienen motivos de sobra como para comerse una buena porción.