A veces la ficción es la mejor de las realidades, especialmente en política. Y si hay dos series que definen bien la actual realidad americana quizá sean House of Cards y Designated survivor, o más bien la mezcla de ellas. La primera narra la imparable escalada de un ambicioso político sin escrúpulos por el sistema de alianzas e intereses políticos de EEUU, y la segunda cómo un hombre bueno y sin ambiciones acaba en el Despacho Oval después de un complot para eliminar al gobierno. Sus protagonistas no pueden ser más distintos, pero sus trasfondos son similares: algo oscuro, un nuevo movimiento ultranacionalista, subyace al poder americano, y está dispuesto a todo para conseguirlo.
Cuando la ficción representa la realidad es porque quizá la vida real parece ficticia. Alguien que saltara en el tiempo desde la elección de Obama hasta hoy no daría crédito a que en estos meses sea Donald Trump quien ocupe la Casa Blanca y que -además- se haya puesto a hacer muchas de las cosas que dijo que iba a hacer sin siquiera haber dejado de ser ese excéntrico millonario, misógino, racista y carente de conocimiento político alguno más allá de sí mismo y su entorno. Es como el protagonista de House of Cards, pero sin su inteligencia, y aupado por los responsables de todos los males de Designated survivor. Pero es real.
El problema más grave es que Donald Trump no es flor de un día, ni quizá tampoco la culminación de un proceso al que muchos auguran un final precipitado 'impeachment' mediante. Durante años EEUU ha ido viviendo su propio proceso 'ultra', muchas veces soterrado en los medios, pero presente en esa América menos cosmopolita y mediática, mucho más poblada y a la postre influyente. Trump es la consecuencia de procesos que llevan año gestándose en frentes distintos y que han acabado convergiendo de alguna forma en él... o que más bien han servido a un propósito común cuando alguien con el dinero y la fama suficientes decidió dar un paso al frente.
Del KKK a la 'alt-right'
En la narrativa del poder americano actual hay dos frentes distintos. Uno es el más tradicional, arraigado y duro, el del supremacismo blanco. Podría parecer que, con el fin de la guerra civil, la abolición de la esclavitud, el fin de la segregación racial, la disgregación del KKK y hasta la elección de un presidente negro, el racismo sería cosa del pasado en EEUU. Pero no. Ese mismo movimiento marcadamente rural y sureño que enarbola la bandera confederada sigue vivo, lo que pasa es que ha cambiado: ya no hay cruces en llamas, ni encapuchados con antorchas, pero sigue habiendo supremacistas... y de hecho son cada vez más influyentes y poderosos, quizá como respuesta indignada al hecho de que un negro llegara a la Casa Blanca.
Lo que ahora se llama 'alt-right', abreviatura de 'derecha alternativa', viene precisamente de la tradición supremacista estadounidense. Su origen hay que buscarlo allá por 2008, cuando Paul Gottfried -paleoconservador, según se define- usara la expresión para designar a un movimiento conservador de marcado signo antisistema. Es, por tanto, algo distinto a la ultraderecha europea: la idea -de nuevo como en Designated survivor- es que el sistema es una muestra de la corrupción de la civilización y hay que derruirlo para construirlo de nuevo.
No fue Gottfried, sin embargo, quien 'actualizó' las ideas que ya defendiera el KKK antorcha en mano: fue un joven algo más sofisticado, con aires de intelectual y cierto discurso de la Europa de entreguerras, quien lo hizo. Se trata de Richard Spencer, líder del think tank National Policy Institute (y editor del elocuente AltRight.com), que apareció en todos los medios gritando "Heil Trump" después de la victoria del ahora presidente, mientras un auditorio de cabezas a medio rapar saludaba brazo en alto. Eso sucedió en uno de los muchos actos que ha conseguido llevar a las grandes ciudades, visibilizando lo que para muchos era hasta ahora invisible.
¿Cómo de radicales son? Lo suficiente como para que el antecesor de Spencer en el NPI, Louis R. Andrews, llegara a votar a Obama porque quería ver al Partido Republicano "destruido" para que así pudiera "renacer como un partido que represente los intereses de los blancos, y no alineado con las élites empresariales". Dos ideas en una misma frase: supremacía blanca y movimiento antisistema -con el punto suficiente de conspiranoia como para que el principal foro racista de internet debatiera sobre el supuesto origen judío de Gottfried-.
Ahora bien, ¿es suficiente ese barniz modernizador y urbano, y ese toque antisistema, como para diferenciar a la 'alt-right' como un movimiento diferenciado? Albert Medrán, analista político y voluntario en el equipo de Hillary Clinton durante la última campaña presidencial, considera que no. "No es lo que dices, es cómo lo dices. Cuando se insiste en llamar derecha alternativa a posiciones que tienen mucho en común con neonazis, racistas, xenófobos u homófobos, no deja de ser un concepto cargado de intención", opina.
En su opinión, 'alt-right' es un uso eufemístico de algo de sobra conocido. "Alternativa como contraposición a esos sectores tan denostados y percibidos como peligrosos. Alternativa como una versión edulcorada. Alternativa como algo no tan nocivo, aunque lo sea. Aunque sean casi lo mismo", enumera. "Es un efecto marcadamente estadounidense, que gracias a la inmediatez de las redes se ha propagado con rapidez. El término está acuñado para poder defender esas ideas con un barniz menos nocivo".
Xavier Casals, profesor universitario y uno de los más destacados investigadores de movimientos radicales, habla de "la revuelta del hombre blanco contra el sistema", aunque en un ámbito distinto -del sur rural a los eventos urbanos- y con un mensaje distinto -no es supremacía, sino 'identidad'-. Los simpatizantes del movimiento, como sucede con la ultraderecha europea, son los grandes damnificados de la globalización y sus consecuencias: inmigración, reajuste económico, pérdida de empleo y disolución de identidades locales y nacionales. Y el mensaje ha ido calando.
Tea Party: distinto camino, distintas ideas, mismo fin
Mientras la 'alt-right' sufría su mutación interna otro fenómeno cristalizaba en EEUU, con unos orígenes y un desarrollo muy diferentes. El llamado Tea Party, que en su origen fue Tea Party Nation, surgió como un movimiento ultraliberal de respuesta a las políticas sociales del Ejecutivo de Obama. A diferencia de la 'alt-right', no lo alimentaba un motivo racial, pero sí mostraba una similitud: el sentimiento de amenaza de perder los valores fundacionales de EEUU, que abarcan desde lo social -ultranconservador- hasta lo político -ultranacionalistas-, haciendo especial hincapié en lo económico -ultraliberales-. Podría decirse que no tenían muchas propuestas comunes, pero sí enemigos compartidos, como explicaría Kate Zernike en su libro La revolución del Tea Party.
Este movimiento entró en escena durante el verano de 2009, y tuvo su primer gran acto fundacional un año después. Allí se definieron como un grupo de gente "en defensa de las libertades individuales otorgadas por los padres fundadores", que decían creer "en un Gobierno limitado, la libertad de expresión, la segunda enmienda, el Ejército, unas fronteras seguras y en nuestro país". La principal novedad en el discurso era la retórica contra los impuestos y el 'establishment', pero no como sistema sino como Estado burocrático, en lugar de centrarse en lugares comúnmente defendidos por los conservadores clásicos republicanos tales como la oposición a la homosexualidad o al aborto. El movimiento fue hijo de la crisis financiera y los rescates bancarios, respuestas de las élites mientras la clase media trabajadora se veía amenazada por la situación. Por extensión, el movimiento se ve impulsado con el rechazo a cualquier iniciativa gubernamental de corte social que implicara más gasto, como la controvertida reforma sanitaria de Obama.
El discurso no era la única diferencia: el Tea Party nació de arriba hacia abajo, desde las propias élites políticas y mediáticas hacia la gente, todo ello sufragado por un torrente de capital aportado por los multimillonarios hermanos Koch. Así las cosas, en agosto de 2010 fueron capaces de hacer su primera gran demostración de fuerza, llenando las calles -y las portadas- en un multitudinario acto en el Lincoln Memorial de Washington.
Poco a poco fueron creciendo en poder e influencia, polarizando al votante americano entre las medidas de Obama o el apoyo al Tea Party, dejando al Partido Republicano en medio de la nada, superado por ambos lados por rivales más en forma. El movimiento, sin líderes claros pero con muchos rostros reconocibles, fue consiguiendo victorias, desplazando a veteranos congresistas y senadores conservadores y poniendo en su lugar a desconocidos renovadores que acabaron formando un grupo de presión en las Cámaras -el actual Freedom Caucus- y haciendo a muchos otros cautivos de su influencia, ya que su permanencia en el cargo depende de que voten lo que se marca que deben votar.

De cómo Trump supo aprovecharse de ambos
Ambos movimientos, 'alt-right' y Tea Party, habían conectado con sus bases y habían empezado a dar muestras de fuerza. Sólo necesitaban a alguien con valentía suficiente para defender sus ideas, por impopulares que fueran, y que fuera inmune a sus consecuencias. Si a eso se le suma una ingente fortuna para poder operar con independencia de las instituciones (el Partido Republicano en primer lugar) y que fuera conocido, el candidato era perfecto.
La cuadratura del círculo se dio cuando en abril de 2011 Donald Trump dijo simpatizar con el Tea Party, para tardar apenas unas semanas en dar su primer discurso ante seguidores del movimiento. Curiosamente en aquella cita no sólo criticó lo que estaba haciendo el poder desde Washington -como si él no fuera parte de ese 'establishment'-, sino que también describió lo que él haría si fuera presidente -una idea con la que, por otra parte, ya había coqueteado en alguna ocasión-.
El peso del Tea Party acabó oprimiendo a los republicanos hasta el punto de que fueron capaces de colocar a Paul Ryan como candidato a vicepresidente con Mitt Romney en las elecciones de 2012, aunque entonces fracasaron. Cuatro años después Ryan fue nombrado presidente de la Cámara de Representantes, es decir, la tercera autoridad del país después del 'ticket' presidencial.
En este punto los hechos se aceleraron. La candidatura de Trump fue, en palabras de Casals, un "giro civil de la extrema derecha y la derecha populista" hacia la "exaltación del empresario" -algo muy americano- contra un sistema que precisamente él encarna. El Tea Party presentó contra él a su propio candidato, que partía como uno de los favoritos, pero que acabó naufragando... como el resto de favoritos. Cruz, descrito como un 'pájaro loco en campaña permanente' -o directamente como un "absolutista"-, bajó al barro de su rival y acabó cruzando insultos con él para, después de retirarse, brindarle su apoyo, igual que haría el movimiento en sí.
Pero que la 'alt-right' celebre la victoria de Trump o que el Tea Party le apoyara de cara a las elecciones no quiere decir que todo sea parte de un plan, o que sean piezas de un mismo puzzle. Las tensiones entre bloques son visibles, y el ahora presidente es un verso libre incluso de cara a sus radicales aliados.
Así Breitbart, el medio online de la 'alt-right', cargó duramente contra Ryan por no dar su apoyo a Trump como candidato, para ser después premiados por el ya presidente con la incorporación de Steve Bannon, su editor, al consejo de seguridad... cargo del que fue rápidamente descabalgado en el inicio de unas hostilidades poco disimuladas contra el medio y su entorno.
Las fricciones con el Tea Party también siguen produciéndose. Fue a Ryan al que se señaló como culpable de la grave derrota de Trump con la reforma sanitaria, y fue Ryan el que llamó "racista" a Trump a cuenta de unas declaraciones del presidente -para después matizar sus palabras-. Los Koch, los valedores económicos del movimiento, también viven un momento de amor-odio con el presidente: a veces le hacen oposición, a veces el presidente se les acerca, a veces le presionan para intentar influirle y evitar el aumento de gasto de Trump, aunque sea en partidas como la militar.
Guerras internas aparte, la estrategia de Trump ha sido brillante en cuanto ha sabido capitalizar el descontento de una América escondida. Quizá sea por eso por lo que la oposición de izquierdas ha tomado nota e intenta emular los movimientos del Tea Party para luchar contra él: desde la calle a las redes sociales, del puerta a puerta a las manifestaciones.
Mientras, y a pesar de las diferencias y las hostilidades en el bando 'ultra', lo que hace menos de una década empezó como la leve actualización del supremacismo de toda la vida y el nacimiento de un movimiento contestatario, han acabado por encontrarse para impulsar a un 'outsider' a la Casa Blanca. La mayor victoria jamás pensada aunque en ocasiones parezca una derrota a plazos.