
Han pasado tres años y medio desde el fatídico referéndum sobre la pertenencia a la UE, y Reino Unido, finalmente, se prepara para salir oficialmente de la UE este viernes a las 23.00 horas de Londres. Es decir, la medianoche del sábado en Bruselas, como último recordatorio de quién ha llevado la voz cantante en las negociaciones. No habrá arríos de banderas, el Big Ben no sonará y la única celebración en Londres estará dirigida por el líder del Partido del Brexit, Nigel Farage, que perderá sus escaños en Estrasburgo -y su razón de ser- en ese mismo momento.
La falta de simbolismo puede parecer extraña para un momento tan importante en la historia política europea, que sin duda marcará las próximas décadas del continente en muchos aspectos. Pero la realidad es que el hito del sábado no será el momento clave que tanta gente estaba esperando, sino apenas una meta volante más en el largo trayecto que ha sido el Brexit. La ruptura real ocurrirá el próximo 1 de enero de 2021. Y los 11 meses que quedan hasta entonces será el plazo para que Reino Unido decida de una vez qué quiere ser de mayor. Lo complicado comienza ahora.
Hora de escoger
De entrada, nada cambiará el sábado. Reino Unido seguirá aplicando la ley europea, las empresas británicas seguirán comerciando sin obstáculos y los turistas europeos podrán seguir viajando sin pasaporte a Londres. Pero el próximo 1 de enero, todo eso se acabará y el primer ministro inglés, Boris Johnson, tendrá que haber escogido uno de los dos caminos que tiene sobre la mesa: alinearse detrás de la UE, convirtiéndose en un satélite de Bruselas, o romper amarras y aprovechar su libertad para cambiar todos los estándares y regulaciones, pagando el precio de reducir drásticamente el comercio con la UE, actual destino del 50% de sus exportaciones. Uno de los aciertos de la campaña de la salida de la UE fue prometer de todo a todos de forma simultánea. Y Johnson, su mayor líder, todavía no ha aceptado que tiene que decepcionar a parte de su público.
De entrada, la decisión de rechazar cualquier prórroga de las negociaciones más allá de este año, como le permitía el acuerdo de salida, hace casi imposible realizar un acuerdo complejo. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, dijo que tendrían que concentrarse en lo básico: firmar un acuerdo "sin aranceles, sin cuotas y sin dumping", es decir, sin que el Reino Unido pueda bajar los salarios, los estándares sanitarios y medioambientales y modificar la política industrial para competir deslealmente con la UE. Justo lo que muchos de los defensores del Brexit decían que era su principal ventaja: poder crear un "Singapur europeo" en la puerta de Bruselas.
Pero, incluso aunque Reino Unido ceda en este punto, el acuerdo seguirá teniendo un problema fundamental: estará centrado exclusivamente en el libre comercio de bienes, ignorando al sector servicios casi por completo, lo que parece extraño en una economía que en la que los servicios suponen más de un 80% de su PIB.
La ventaja de ese plan es que permite la aprobación acelerada del nuevo pacto: los acuerdos comerciales que solo se centran en bienes se aprueban únicamente por la mayoría cualificada del Consejo Europeo y la mayoría del Parlamento Europeo. Si el texto es más complejo, entonces necesita ser ratificado por todos los parlamentos de los estados miembro, un proceso mucho más lento y con un mayor riesgo de accidente.
¿Cerca o lejos?
Pongámonos en que Reino Unido decida abandonar a su suerte al sector servicios y fuerce a las grandes multinacionales con sede en Londres a abrir o reforzar sus filiales en el contienente para alegría de la UE. Aun así, la decisión fundamental sigue siendo qué relación quiere tener respecto de las regulaciones europeas. Cuanto más cercano esté, más podrá comerciar con Europa. Y cuanto más se aleje, más podrá abrir la puerta a EEUU y otros países con intereses y estándares muy distintos. En la cumbre de Davos, su ministro de Finanzas, Sajid Javid, prometió casi de forma simultánea ambas cosas: fijarían sus propias regulaciones y seguirían de cerca las europeas. Pero las dos cosas a la vez no puede ser.
La diferencia es fundamental. Muchos de los productos producidos en Reino Unido para su exportación -coches, piezas de avión, alimentos- necesitan estar certificadas por las autoridades europeas. Y si el país cambia sus estándares, las empresas que fabriquen para la exportación a la UE deberán seguir dos series de normas distintas y rellenar hojas de papeleo que nunca antes habían visto, con el subsiguiente coste para ellas, y especialmente para las pymes, que a duras penas serán capaces de digerir todos estos cambios de un día para otro.
Y quizá el sector pesquero, con un poder simbólico totalmente desproporcionado comparado con su tamaño, sea el que mejor refleje esta disyuntiva entre ser un satélite o convertirse en rival. De entrada, Bruselas pide mantener las cuotas británicas actuales sin cambios dentro del sistema europeo. Johnson, por contra, ha prometido "volver a tomar el control de nuestras costas". Pero si hace eso y sus barcos empiezan a capturar muchos más peces de los que les correspondían hasta ahora, la respuesta de la UE, que compra casi todos esos pescados, será muy simple: imponer aranceles que les dejen sin mercado donde vender sus nuevas capturas. Cualquier decisión hará sentirse engañado a un sector habituado a manifestarse y con un enorme poder emocional en muchas comunidades inglesas que apoyaron a Johnson en las últimas elecciones.
Reino ¿Unido?
La otra clave interna que tendrá que gestionar el primer ministro británico es qué hacer con la creciente tensión territorial que vive su país. Reino Unido es, en la práctica, un país cuasifederal en el que conviven cuatro naciones con identidades muy distintas, pero en la que manda siempre Inglaterra por su peso económico y de población.
El Brexit, sin embargo, ha puesto esa relación en grave riesgo. En la última semana, los parlamentos regionales de Escocia, Gales e Irlanda del Norte rechazaron por mayorías aplastantes el acuerdo de salida. En la práctica, este rechazo no significa nada: nadie puede detener la decisión de la mayoría de diputados ingleses en Westminster de ratificar el pacto. Pero su efecto simbólico en la unidad del país será brutal. Y no solo en Escocia, donde los nacionalistas, reforzados por su victoria en las generales, están pidiendo un segundo referéndum de independencia.
Más importante será el efecto en Irlanda del Norte, una provincia desgajada de Irlanda tras una dura guerra civil y que ha vivido décadas de terrorismo y batallas callejeras entre unionistas y republicanos. El acuerdo, rechazado unánimemente por todos los diputados regionales, desgaja al Norte del mercado interno británico. Salvo que Londres ceda a la UE y todo el país se mantenga como un satélite de Bruselas, las empresas inglesas tendrán que pasar controles aduaneros para enviar productos a Belfast, y viceversa. A las compañías de Gran Bretaña les sadrá más sencillo cortar sus ventas a Irlanda del Norte que seguir suministrándoles, y a las norirlandesas les será mucho más cómodo y barato enviar sus productos a Irlanda -y al resto de los Veintisiete- que a su propio país. Es difícil imaginar cómo un territorio tan inestable podrá aguantar una ruptura económica como esa.
Al menos ellos tendrán la ventaja de poder seguir comerciando con la UE pase lo que pase. Pero nadie sabe si los votantes de Inglaterra, base fundamental del Reino Unido y su economía, están listos para entender y aceptar las duras decisiones que tendrá que tomar Johnson a lo largo de este año.