
Seguro que la escena resulta familiar: un candidato cuestionado en medios, ridiculizado en redes y despreciado por periodistas ante unas elecciones determinantes. Promete cosas inviables, lanza medias verdades y rehúye las entrevistas. Pero al final, como si del guión de un thriller se tratara, resulta que ese mismo candidato al que nadie esperaba acaba ganando por una amplia mayoría.
Es, punto por punto, lo que sucedió hace ya casi cuatro años en Estados Unidos. Y lo que pasó antes varias veces en Italia. O en Polonia. O en Italia. O hace apenas unos días en Reino Unido. De hecho el reciente éxito de Boris Johnson es la confirmación de que el 'trumpismo' sigue vigente, aunque muchos consideraran que fuera un error inexplicable.
En realidad, el trumpismo existía antes de que Donald Trump anunciara su candidatura. La fórmula actual es la evolución de algo que durante décadas ha funcionado: el candidato improbable para muchos que, en realidad, es el único posible para la mayoría. Y es que se da en política cierta tendencia de las élites de votantes a olvidar cuáles son los problemas del mundo fuera de su entorno -más allá de las grandes ciudades, de las empresas o de las universidades-. Y son al final el mundo rural, los jubilados o aquellos que comparten ideas impopulares y las callan quienes decantan los comicios, porque suman mayoría social aunque tengan menor presencia en el debate público.
Esas divisiones, que han ido aflorando según crecía el desencanto político por la crisis económica, se han visto acrecentadas por la irrupción en la comunicación política de las nuevas tecnologías y las estrategias dirigidas. Así, mensajes pensados para cierto tipo de electorado al que se quiere llegar -jóvenes, élites culturales y urbanitas- hacen que no se lancen propuestas para otros votantes que, paradójicamente, son la mayoría -mayores, trabajadores afectados por la crisis y habitantes de las zonas rurales-.
Los pioneros
Pero, de nuevo, tampoco esas divisiones ni ese contexto son nuevos. Silvio Berlusconi, por ejemplo, estaba ahí mucho antes que Trump. O, en el caso español, aquel Jesús Gil que estuvo tentado de dar el salto a la política nacional según rememoraba un documental que HBO acertadamente tituló El pionero. Ambos, empresarios enriquecidos como Trump, compartían con él el inteligente manejo -y control- de los medios, junto con una forma de hacer política centrada en el personalismo y el populismo. Ambos crecieron al socaire de la crisis económica y ambos cosecharon durante años mayorías incontestables aunque fuera de sus ámbitos de actuación eso resultara incomprensible.
Johnson, claro está, no es Trump. De hecho, Johnson también era Johnson antes de Trump. Corría el año 2012 cuando, siendo ya alcalde de Londres, se quedó colgado de una tirolina en un ridículo intento por promocionar los JJOO que albergaría la ciudad, por citar una anécdota ilustrativa y recordada.
Muchas burlas sucederían a la accidentada 'performance', pero también mucha atención. Entre broma y broma, el histriónico personaje fue colocando sus mensajes en cada vídeo y discurso: inmigración controlada, producción netamente británica, visitas a zonas industriales y, ya en la actualidad, un Parlamento desbloqueado para un brexit definitivo.
Hay muchos casos similares. Sin salir del Reino Unido Nigel Farage hizo carrera durante años liderando la formación que puso en marcha el brexit. Denostado en el Parlamento Europeo -única cámara en la que consiguió notoriedad- y vapuleado en los medios -donde era habitual verle bebiendo pintas de cerveza- acabó iniciando un proceso que ha tenido en jaque a toda la UE durante los últimos años y que acabará teniendo consecuencias económicas impredecibles.
La esencia del populismo es justamente esa: proponer soluciones simples a problemas de fondo y abrir debates incómodos en la esfera pública pero muy reales en la privada. Y si esas soluciones pasan por levantar un muro con México o en el Canal de la Mancha, se hace -o al menos se propone-. Porque, aunque en las campañas de comunicación de los partidos habituales el foco no se ponga en la inmigración, el euroescepticismo o los consensos de convivencia fijados durante décadas en Occidente, estos candidatos los devuelven al argumentario. Y muchos, aunque en público no lo dicen por ser impopular, están de acuerdo con cuestionarlo todo cuando sienten que la política les ha cuestionado a ellos.
Algo similar sucedía con la política de infraestructuras y ladrillo con la que Jesús Gil sacudió el litoral andaluz, o décadas después se hizo en el mediterráneo: quizá no sea popular aplaudirlo, pero para muchos votantes supone riqueza y empleo a corto plazo y con eso basta. Las consecuencias quedan demasiado lejos como para valorarlas. Las elecciones se convierten entonces en un ejercicio no ya de protesta, sino de búsqueda de solución inmediata a un problema desatendido, y no tanto en una decisión meditada para posibilitar determinado tipo de reformas de calado.
Así las cosas la globalización ha traído como consecuencia el auge de cierto populismo nacionalista, de la búsqueda de gratificación simple e inmediata ante problemas complejos y de fondo. Trump no fue el creador de una escuela que lleva años cosechando éxitos, pero sí su más destacado representante. Ni siquiera el impeachment afecta a su popularidad, y en menos de un año se enfrenta a la reelección. De momento esta línea de pensamiento ha aislado a EEUU de la política internacional y ha provocado la ruptura de la Unión Europea. A ver qué nuevos giros aguardan en los próximos cuatro años.