
El primer ministro que salga de estas elecciones en el Reino Unido heredará un tóxico legado en el que la resolución del Brexit y la restitución de la credibilidad en las instituciones representan las tareas más urgentes. Si hay un mensaje que la carrera electoral ha dejado claro es la profunda desafección de una ciudadanía que, pese a hallarse ante los comicios más trascendentales desde la II Guerra Mundial, ha perdido la confianza en su clase dirigente, un descrédito especialmente grave ante el desafío que, como país, está a punto de afrontar con el todo o nada de la salida de la Unión Europea.
La parálisis del divorcio y la total ausencia de fe en el tejido político constituyen las dos caras de una misma moneda que el nuevo premier tendrá que amaestrar. Como retos, comparten tronco común, por lo que la solución estará intrínsecamente vinculada a cómo el Gobierno gestione la patata caliente de la ruptura y las consecuencias de esta delicada operación a pie de calle, donde la radicalización de los dos frentes del Brexit es endémica.
Su animadversión contra el sistema en general y Westminster en particular ha quedado patente en estas generales, primeros en diciembre desde 1923, que no han logrado despertar el entusiasmo presupuesto para una votación que, esencialmente, suponía reabrir el debate del referéndum de 2016. Hasta el momento, las encuestas prevén una clara victoria de Boris Johnson, lo que eleva el riesgo para quien representa el padrino moral de un proyecto que ha mantenido paralizada la agenda doméstica y que todavía tiene que demostrar que constituye la panacea que sus patrocinadores preconizaban.
De confirmar su presencia en Downing Street, el primer ministro tendrá que responder por responsabilidad ante la actual falta de credibilidad. Su premisa para convocar las generales establecía que eran la única alternativa al bloqueo del Brexit por parte del Parlamento, un alegato disputado por la aprobación, por primera vez, en octubre de un acuerdo para abandonar la UE, precisamente el suyo. Además, Johnson podría acabar lamentando haber incluido en el programa electoral que el 31 de diciembre de 2020 la transición, que supuestamente comenzará a final del mes que viene, llegará a su fin: tanto la UE, como expertos comerciales y la totalidad de precedentes anteriores, se han encargado ya de disputar su ambicioso calendario.
Como consecuencia, si esta jornada inicia su periplo de cinco años, el optimismo infundado podría volverse en su contra de una manera que no había ocurrido con su promesa truncada de salida "a vida o muerte" el 31 de octubre. Si bien esta vocación podría responder meramente a una argucia electoral y la divisiva retórica de sus primeros meses en el Número 10 ser solo el resultado de la precaria situación heredada, la confrontación sembrada durante las generales suscita suspicacias sobre qué mandatario querría ser, si los ciudadanos lo amparan: el de una administración inclusiva, o el férreo dirigente que aspira a la homogeneidad interna.
La toxicidad permanecerá
No en vano, el severo menoscabo de la confianza en el aparato institucional afectará a quien permanecerá en Downing Street el próximo lustro y el legado de la munición oportunista de 2019 podría cronificar la toxicidad que ha infectado la cuenta atrás electoral y dictar la tónica de los próximos años.
Con todo, si hay algo que ha sorprendido de la cita es la resistencia de la derecha tras casi una década de austeridad. Su capacidad de avance, frente a la inevitable erosión que generalmente provoca el desgaste en el poder, obliga a analizar el mapa ideológico de un país reformulado por el procedimiento del Brexit.