
El Reino Unido se ha convertido en un campo de pruebas capaz de demostrar que, en un escenario de profunda crisis constitucional, de liderazgo y extrema volatilidad económica, el azar posee un don de la oportunidad con un peculiar sentido del humor.
La casualidad, o el capricho de un desequilibrio institucional endémico, ha querido que el quinto aniversario del referéndum de independencia que parecía haber sellado el destino de Escocia coincida en la misma semana en la que la justicia escocesa arrincona a un primer ministro británico ante el Tribunal Supremo.
Y para apuntalar el drama de la secuencia de histeria colectiva en la que se ha instalado la segunda economía continental, las memorias de David Cameron, el instigador de los dos acontecimientos totémicos de la década, salen justo hoy a la luz para saldar cuentas con un pasado que todavía atormenta a un dirigente que había sobreestimado su suerte.
El mismo yugo con el que la eurofobia conservadora había martirizado a Margaret Thatcher y John Major sentenció a Cameron a idéntico final, aunque con consecuencias incomparablemente de mayor alcance que las de sus antecesores
Cameron quiso resolver dos cuestiones en ebullición aparentemente independientes en el cuadro de contrastes que representaba el Reino Unido, pero su constatada falta de previsión para ambas evidencia las lagunas de una aspiración más temeraria, que de vocación democrática. Si accedió al plebiscito secesionista fue por la hegemonía que, por primera vez, habían logrado los nacionalistas en el Parlamento escocés, con un programa que demandaba sin matices una consulta popular. La apuesta, aunque arriesgada, se saldó a su favor por un convincente 55-45, por lo que en 2014 creyó haber cerrado, al menos para toda una generación, el debate independentista.
El referéndum de 2016, por el contrario, se fundamentó en motivos más espurios, pese a la defensa que sigue alegando en sus memorias, For The Record, de que era un clamor popular, cuando en realidad se trató de un intento, fracasado, como el tiempo se encargó de demostrar, de sofocar la fractura que Europa continuaba generando en la derecha británica. El mismo yugo con el que la eurofobia conservadora había martirizado a Margaret Thatcher y John Major sentenció a Cameron a idéntico final, aunque con consecuencias incomparablemente de mayor alcance que las de sus antecesores.
Las repercusiones atañen ya no solo a la relación de más de cuatro décadas con el principal socio comercial británico, al que dedica la mitad de sus ventas al exterior, sino a la propia cohesión territorial de una unión de más de 300 años de trayectoria: la solución a la parálisis del Brexit actualmente considerada por el Número 10 acarrearía, en la práctica, una frontera entre Irlanda del Norte y el resto de Reino Unido y las ansias independentistas en Escocia no han hecho más que aumentar desde el plebiscito de hace tres años, en el que sus ciudadanos habían votado por la permanencia en la UE.
La ironía del desenlace de ambas votaciones reside en que están intrínsecamente vinculadas a Bruselas: en 2014, el riesgo de ser expelidos del bloque había pesado fuertemente en el imaginario colectivo de los escoceses, quienes verían tan solo dos años después cómo el electorado inglés y galés los condenaba al exilio comunitario forzoso a través del Brexit.