Son más de seis años juntos y al final es inevitable cogernos cariño. O al menos yo a ellos. Me refiero a los emprendedores, empresarios... utilice el término que prefiera. Pero en definitiva, gente con el arrojo del que yo carezco que se pone el mundo y el patrimonio por montera para hacer rentable un sueño.
A estos pezqueñines, estos señores y señoras que ejercen de director general, secretaria, comercial y financiero en el mismo día, les conocí cuando todo era de color de rosa. Cuando éramos los más listos, los que más construíamos, gastábamos y dábamos ejemplo al mundo. O eso creíamos. Cuando formábamos parte de ese milagro español que se convirtió en burbuja.
Nosotros hemos cambiado. Ellos no. A ellos entonces nadie les hacía caso. Solo tenían su minuto de gloria los grandes, los de los millones de euros para invertir y para ganar. Los que salían con una sonrisa de oreja a oreja a contar las cifras macroeconómicas con un orgullo de padre con sus criaturas.
Ahora, de repente, emprender está de moda. Y temo que se convierta en otra burbuja. Ahora todos les alaban, aunque sea hoy cuando en el fondo menos caso se les hace. Si antes era difícil conseguir la bendición del director de una sucursal para que les diera un crédito, no les digo ahora. ¿Qué es esto de pedir dinero para montar una empresa? ¡Cómprate un piso y sácate una oposición, hombre!
No hemos cambiado tanto, aunque a algunos se les llene la boca y pidan e incluso exijan que España necesita emprendedores. Menuda novedad. España y el mundo siempre han necesitado y necesitarán gente valiente que se la juegue con una empresa, en su trabajo por cuenta ajena y desde su puesto en la administración, con o sin cafelito de por medio.
Pero no se hagan ilusiones. El que monta una empresa siempre tendrá la sombra de la sospecha rondándole. A saber de dónde habrá sacado el dinero este explotador. Yo les admiraba y lo sigo haciendo. No a todos, claro. Pero jugársela me da respeto. Espero que no sea una burbuja. No lo merecen.