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CGPJ: el PP acepta el juego del cubilete

Rafael Catalá negoció el CGPJ por parte del PP. Foto: Efe

La sociedad española ha sido siempre tendente a colocar etiquetas a sus miembros, de forma que sus perfiles y trayectorias quedan marcados mientras dure su actuación, sea en el ámbito que sea. Las etiquetas ideológicas que se impone a los jueces que trabajan en el ámbito judicial son seguramente de las más lamentables. No hay procedimiento polémico alguno que salte al primer plano de la actualidad en el que no se defina al jurista profesional que lo lleve, desde los medios y desde la política, colocándole en el territorio partidista de rigor, bien sea para ensalzarle o para todo lo contrario. Los magistrados y jueces quedan así marcados como las reses, o mejor aún como los periodistas, un gremio que también soporta el peso de la etiqueta escorada aunque como en el caso de la justicia bien merecido lo tenga por su querencia a la proximidad con el poder político y sus afluentes. Tanto jueces como periodistas han jugado demasiado tiempo al juego de los políticos, con lo que las marcas que llevan a sus espaldas tienen algo de consecuentes.

El gobierno ha hecho valer su superioridad minoritaria en la negociación para renovar el Consejo General del Poder Judicial, ha dejado caer el peso del poder que convierte en pigmeos a sus adversarios. Teniendo el mayor grupo parlamentario en el Congreso y la mayoría absoluta en el Senado, su principal adversario ha dejado que los socialistas le engañen con el juego de los tres cubiletes y la bolita negra. Al final no había bolita en el hábil movimiento de manos de Sánchez y Delgado, mucho más habituados que Casado y Catalá al engaño y la relatividad.

El PP sale claramente derrotado de esta negociación, como ha ocurrido siempre y volverá a ocurrir en otros ámbitos públicos como los medios de comunicación de titularidad estatal. El reflejo de lo ocurrido en las urnas palidece al observarse que la mayoría de miembros del órgano de gobierno de los jueces tendrá la etiqueta de progresista, y que cada uno de ellos deberá su puesto de responsabilidad al partido del gobierno o a los que le apoyan. La figura del presidente ajeno a esa sensibilidad mayoritaria, que no podrá romper posibles empates, es un magro consuelo que además deja un vacío irreparable en la Sala del Supremo que presidía, la que va a juzgar el procedimiento por el caso más grave de ataque a la integridad de España y a la Constitución. El ciudadano medio debe empezar a prepararse para posibles giros incomprensibles en este caso, como el ya observado en la Abogacía del Estado condicionada de forma evidente por el gobierno. La salida de Marchena de la Sala es aplaudida en privado por los dirigentes independentistas aunque en público prefieran mostrar una falsa indignación por lo que el cambio supone de ascenso profesional.

Acepta además el primer partido del país otra dulce derrota más sorprendente aún: que en la mesa de los que decidirán los asuntos internos de la justicia se siente con plenos poderes el juez "radicalmente progresista" que propició el cambio de gobierno al redactar las frases clave de la sentencia del caso Gürtel que fueron utilizadas como justificación de la moción de censura. José Ricardo de Prada entra como vocal y pocos analistas se creen que exhibirá ninguna imparcialidad en sus decisiones o en el sentido de su voto.

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