
El poder deja huella en las personas que lo ostentan. Nos ha ocurrido a todos, desde el padre de familia, pasando por el presidente de la comunidad de vecinos o el ministro de turno. Se reciben los atributos del mando con respeto, pero también con ilusión por cambiar para mejor, según nuestro particular criterio, la pequeña parcela de actividad humana que se nos encomienda. Los primeros pasos suelen ser torpes, pero, a medida que tomamos el control de los resortes que nos permiten ejercer la autoridad hasta las últimas consecuencias, nos vamos sintiendo seguros. Hasta que llega el momento en que, por una razón u otra, se nos va de las manos. El que no se pavonea innecesariamente, se equivoca o abusa de sus prerrogativas. Hasta el progenitor más ecuánime yerra alguna vez con su prole. Y ahí es donde se demuestra la grandeza del ser humano que encarna el poder, en la capacidad de rectificar o, lo que es más difícil, de pedir disculpas en vez de empecinarse en el error.
En la vida pública no abundan los personajes que pidan perdón por haber faltado el respeto a sus semejantes, pero los mecanismos de selección suelen funcionar y, si han provocado una gran catástrofe, acaban por caer. Más tarde o más temprano, es lo que le ocurrirá a Pedro Sánchez. El tiempo en la Moncloa está tasado para los presidentes, aunque todos ellos, excepto probablemente Calvo Sotelo, han abandonado el palacio de forma dramática, sintiéndose injustamente tratados. Y él está viviendo mucho más deprisa que sus predecesores.
Apenas ha pasado unos meses al frente del país y ha tomado tantas decisiones de hondo calado que parecería que lleva años. La catarata de anuncios en materia económica, la redacción de un presupuesto difícil de creer con un amplísimo programa de gasto y las amenazas directas hacia algunos sectores han provocado una profunda inseguridad jurídica y ha hecho huir a la inversión financiera y productiva.
Pero han sido sus gestos destinados a agradar a los grupos desleales a la Constitución los que más daño nos harán. La generosidad con los condenados etarras ha alentado al nacionalismo vasco, en el que habitan, además del PNV, los herederos de Batasuna. La retirada de la Guardia Civil de Navarra reforzará su conducta, porque saben que van ganando. El traslado urgente de los presos golpistas a las cárceles de Cataluña, donde reciben mejor trato que el resto de reclusos, ha dado alas a sus pretensiones. El mandato a la Abogacía del Estado para que rebaje la calificación de los delitos a un simple desorden público abre las puertas a un varapalo para España en Estrasburgo.
Pero lo más grave es que sus indisimuladas ansias por indultarlos desautoriza al tribunal que les juzgará y reniega del espíritu que guía la separación de poderes, pilar sobre el que se construye la democracia. Ningún presidente fue tan lejos ni tan rápido. Ninguno puso en almoneda la ley ni a los ciudadanos a los que protege con el único fin de seguir ostentando el poder.