
Como en la película Tomorrowland (2015) dirigida por Brad Bird, el mundo del mañana es ya una realidad a día de hoy. Sin darnos cuenta, la ciencia ficción es una realidad que interactúa con lo que será nuestra vida cotidiana: los camiones de aquí a cinco años van a ir en su mayoría sin conductor; la erradicación del hambre se va a conseguir gracias a los avances de la alimentación y de la sanidad; dentro de 20 años nadie tendrá monedas físicas; el móvil estará integrado en el cuerpo; la inteligencia artificial va a permitir que los ciborg convivan con nosotros... No es una fantasía, sino una prescripción que hace Ángel Bonet en su apasionante libro El Tsunami Tecnológico (Deusto).
Todos estos cambios él ya los ha experimentado y están disponibles en fase de prueba. Pero como me advierte, que nadie dude que van a ser una realidad. Una realidad que va a cambiar nuestras vidas, como pasó con la Revolución Industrial. "La diferencia es que la Disrupción Tecnológica transformará nuestro planeta en solo dos o tres décadas y no en dos siglos, como ocurrió cuando se inventó la máquina de vapor".
Pero la gran pregunta es: ¿Qué estamos haciendo nosotros para adaptarnos al cambio? De-pendiendo de cómo sea la respuesta, la Revolución Tecnológica puede ser una gran oportunidad o una enorme amenaza. Otros países ya se han puesto las pilas y están enfocando la enseñanza, la economía, la política, las leyes y su sector público y privados a lo que se nos viene encima.
Desgraciadamente, España no está entre esos países. No hay ningún líder que esté orientando a la sociedad para ayudarla a coger el tren de la llamada Cuarta Revolución Industrial. Solo un dato: "Si hace veinte años España hubiese hecho el mismo es-fuerzo inversor en digitalizar nuestra economía como hizo Estados Unidos, nuestro PIB habría crecido un 30% más.
Seríamos un treinta% más ricos". No lo hicimos y así nos va. Como sociedad, hemos centrado nuestras preocupaciones en problemas que son mas propios del siglo XIX. Los Presupuestos Generales para el próximo año son un buen reflejo de lo que les preocupa a nuestros gobernantes: mucho gasto corriente y poca inversión en tecnología y enseñanza.