
Desvían dinero de un país a otro para evitar el pago de impuestos. Están arrasando con industrias enteras. Han puesto fin a las seguridades en el mercado laboral y han subvertido las democracias con una avalancha de noticias falsas. Los gigantes de la tecnología aún no han sido acusados de propagar la plaga o de comerse a los bebés para desayunar, pero quizás sea sólo cuestión de tiempo.
Y sin embargo, en medio de todas las acusaciones y de las llamadas a la regulación y al control que invariablemente las acompañan, es fácil perder de vista un hecho importante. Las mismas empresas también están liderando la última reinvención del capitalismo. Las extraordinarias sumas que están invirtiendo en innovación eclipsan todo lo que los Estados pueden permitirse. Y aunque los accionistas, por supuesto, se beneficiarán de ello, será la sociedad en su conjunto la que coseche las verdaderas recompensas si estos esfuerzos tienen éxito
Apenas pasa un día sin que un político en algún lugar denuncie a firmas como Amazon, Google o Facebook. Sin ir más lejos, en Reino Unido hay campañas para que se les imponga un impuesto que salve al comercio tradicional en apuros. La Unión Europea impone constantemente multas por valor de unos pocos miles de millones de euros (Google puede ser pronto uno de los principales contribuyentes a su presupuesto), mientras que en Estados Unidos todo el mundo, desde el presidente Trump hasta el senador Bernie Sanders, ha lanzado ataques contra ellos.
Por supuesto, algunas de esas críticas están justificadas. Si compiten injustamente, los reguladores tienen un papel que desempeñar para controlarlo. Si no están pagando impuestos correctamente, las autoridades deberían tomar medidas drásticas. Y no hay excusa para no atenerse a las leyes laborales en los países en los que operan. Todo esto es perfectamente razonable. Pero también debemos reconocer que el auge tecnológico (y las corporaciones gigantescas que han surgido de él) son la última manifestación del genio del capitalismo de libre mercado para reinventar el mundo y hacerlo para mejor.
Como prueba de ello, basta con echar un vistazo a las enormes sumas que ahora gastan en investigación y desarrollo. Amazon lidera el grupo, con un presupuesto de 23.000 millones de dólares al año. Alphabet, el padre de Google, está gastando 16.000 millones de dólares en investigación. Intel dedica 13.000 millones de dólares al año, mientras que Microsoft gasta 12.000 millones y Apple 11.000 millones. Si se suma todo esto, la cantidad total asciende a 74.000 millones de dólares en un solo año. Y eso sin considerar el dinero que gastan algunas de las nuevas compañías. Uber está desembolsando una fortuna en crear el transporte para lo que él llama la ciudad del futuro. Empresarios tecnológicos como Jeff Bezos, de Amazon, invierten enormes sumas personales en la exploración espacial: es más probable que el próximo gran avance en el espacio sea privado antes que financiado con fondos públicos. Y, por supuesto, los gigantes tecnológicos chinos, como Tencent y Alibaba, se están acercando rápidamente con su propio proyecto, y puede que no pase mucho tiempo antes de que superen incluso a los gigantes estadounidenses.
Por el contrario, las sumas gastadas en otros lugares son relativamente pequeñas. El Pentágono es citado regularmente como la principal fuente de I+D estatal y, sin embargo, el año pasado sólo gastó 2.200 millones de dólares en proyectos innovadores. El presupuesto total de la NASA el año pasado fue ligeramente inferior a 20.000 millones de dólares y la mayor parte se dedicó a los gastos de funcionamiento, en lugar de a la investigación propiamente dicha.
Por su parte, la Unión Europea, que tanto alarde hace de su apuesta en investigación y desarrollo para que el continente pueda competir en el sector de la Inteligencia Artificial, tiene previsto gastar 1.500 millones de euros en tres años. Eso sería probablemente una minucia para Amazon o Apple. En realidad, el gasto privado en investigación y desarrollo ahora eclipsa al gasto público.
Ese dinero se invierte en robótica, inteligencia artificial, aviones no tripulados, coches sin conductor, casas y ciudades inteligentes, e innumerables otros proyectos. Algunos de estos proyectos triunfan de inmediato pero muchos de ellos no lo hacen. De hecho, Google invierte tanto dinero en ideas extrañas y extravagantes que existen blogs enteros dedicados a ellas. Algunas ideas, como las Google Glass, son bien conocidas. Otras, como la energía eólica utilizada tanto para alimentar sus propios centros de datos como para compensar la propia energía que consume, lo son menos. Pero todos estos proyectos están aumentando la suma del conocimiento humano. Al igual que el programa espacial de los años sesenta, las consecuencias serán impredecibles, pero inmensamente valiosas para todos nosotros.
Así es como funciona el capitalismo de libre mercado. Desde las máquinas de vapor, pasando por los ferrocarriles, los automóviles, la electrónica, el petróleo y los plásticos, la economía se ha transformado continuamente por las olas de cambio impulsadas por los gigantes industriales de la época. Enormes empresas se crean a medida que emerge una nueva industria y, a medida que comienzan a ganar dinero, grandes sumas se destinan a la creación de nuevos productos y a impulsar un mayor crecimiento. No habríamos tenido ferrocarriles cruzando el mundo un par de décadas después de la invención de la máquina de vapor sin docenas de empresarios que reunieran el capital para construir las vías y los vagones. No habríamos tenido coches sin Henry Ford o Gottlieb Daimler o, en el Reino Unido, William Morris. Un par de décadas después de su invención, la gente común ya podía permitirse un vehículo propio. El mismo proceso impulsó la revolución electrónica y de comunicaciones de las décadas de 1920 y 1930, con aparatos electrodomésticos y radios en todos los hogares.
Los gigantes de la tecnología continúan con esa tradición, y lo hacen a una escala sin precedentes.
Tomemos un ejemplo. El reloj Apple, principalmente un dispositivo de asistencia sanitaria, permite calcular la cantidad de calorías que se queman mientras se nada. Siempre ha sido muy difícil medir el consumo de energía en el agua, por lo que la empresa reclutó a más de 700 nadadores y los estudió mientras se movían por la piscina. Luego se les conectó el equipo metabólico mientras nadaban, y se les hicieron pruebas antes y después del ejercicio. ¿El resultado final? El reloj estaba equipado con un software que permitía una medición precisa de la energía quemada mientras se hacen, por ejemplo, diez largos, ajustada al peso corporal además de a otros factores. A pesar de que eso no es lo primordial en estos momentos, puede tener importantes aplicaciones en el futuro.
Claro que ese proceso es a menudo desordenado y, a veces, se acumula demasiado poder a lo largo del camino, pero también es la mayor locomotora de cambio jamás creada y ese cambio es siempre para mejor.
Los costes son privados, pero los beneficios son principalmente públicos. Si queremos, podemos gravar y regular esas empresas y propiciar que se dividan, pero en el proceso seguramente destruiremos su vasto gasto en I+D. ¿Un Amazon que se fragmente en unidades más pequeñas todavía dispondrá de 23.000 millones de dólares al año para gastar en innovación? ¿Un Google que se convierta en una empresa de servicios públicos todavía querrá crear nuevas formas de vidrio, o dispositivos que lleven Internet a lugares remotos de la tierra, o cápsulas que nos lleven de una parte de la ciudad a otra? Por supuesto que no. Se volverán burocráticos, aburridos y conservadores. Y nosotros, en un intento equivocado de regular el capitalismo, habremos malgastado todos los beneficios de las innovaciones que podrían haber impulsado.