
Los Presupuestos Generales del Estado para el ejercicio 2018 son los presupuestos de un país que crea riqueza y toma la decisión política de repartirla subiendo las pensiones, bajando los impuestos o incrementando los salarios públicos.
Por otra parte, mantienen la orientación que ha permitido a España superar la mayor crisis económica de su historia contemporánea y alimentar un círculo virtuoso de crecimiento económico, creación de empleo, bajada de impuestos, incremento de los ingresos tributarios y contención del déficit. En el proceso de reducción del déficit, el objetivo es situarlo en el 2,2% a finales del año 2018 y salir del Procedimiento de Déficit Excesivo y de supervisión reforzada que se nos abrió en el año 2009.
La estabilidad presupuestaria es la clave
Estamos convencidos que la estabilidad presupuestaria es la clave de bóveda sobre la que se asienta el crecimiento económico, la creación de empleo y la financiación de los derechos que garantizan el sistema de bienestar. No es una imposición de Europa, ni un objetivo en sí mismo. Se trata de una restricción a largo plazo que, cuando se tiene en cuenta, orienta nuestra economía hacia el crecimiento y la creación de empleo.
Nuestros problemas no se resuelven con más déficit, éste solo genera endeudamiento, falta de confianza y dirige la economía hacia la pobreza y el desempleo, que es la variable que mejor explica la desigualdad. Por eso, olvidarse de la misma entraña riesgos que ninguna sociedad debe asumir.
La reciente historia española avala la hipótesis anterior. La ley 15/2006, de 26 de mayo, que modificó la Ley General de Estabilidad Presupuestaria 18/2001 incurrió en dos errores básicos cuyas consecuencias fueron muy negativas. El primero fue ligar el objetivo del déficit al ciclo, esto es, las Administraciones Públicas sólo estarían obligadas al superávit en sus Presupuestos, cuando el PIB creciese por encima de su potencial. De esta manera, se pretendía compensar en las fases expansivas los déficit originados en las recesivas.
El segundo error consistió en establecer como mecanismo para determinar el objetivo de estabilidad de cada una de las Comunidades Autónomas, el acuerdo resultante de la negociación bilateral de cada una de ellas con el Ministerio de Economía y Hacienda. Esto suponía el abandono de las reglas por la discrecionalidad e introducir un elemento de inconsistencia temporal.
La crisis puso inmediatamente de manifiesto la debilidad de los mecanismos correctores de ese cambio normativo. Así, después de tener un superávit presupuestario del 1,9% del PIB en el ejercicio 2007, la desviación entre los objetivos de déficit comprometidos con la Unión Europea y los ejecutados finalmente fue del 15,30%, aproximadamente 160.000 millones de euros, en el período 2008-2011.
La brecha mayor fue la del año 2009, donde se presupuestó un déficit del 1,90% del PIB y se cerró el Presupuesto con un desequilibrio de las cuentas públicas del 11,10%, casi 100.000 millones de euros en un solo ejercicio.
Si fue un error considerar el principio de estabilidad presupuestaria solo a lo largo del ciclo, sobre todo si cuando apareció la recesión no se reconocía la existencia de la misma, mayor fue la debilidad de la norma para disciplinar la capacidad de gasto de las Comunidades Autónomas y los municipios más grandes de nuestro país. El resultado fue la puesta en cuestión de la solvencia de la economía española y, en consecuencia, la viabilidad del modelo vigente de bienestar social. En 2018, con una economía en su quinto año de expansión, se olvida que España estuvo en 2011 al borde de la quiebra.
Reconduciendo las cuentas
La reforma del artículo 135 de la Constitución, de 27 de septiembre de 2011, devolvió al ordenamiento jurídico español el principio de equilibrio presupuestario que la ley 15/2006 había eliminado, vinculando a todas las Administraciones y reforzando el compromiso de España con la Unión Europea.
La consecuencia legislativa del mandato constitucional fue la Ley Orgánica 2/2012 de 27 de abril de Estabilidad Presupuestaria, que ha permitido reconducir nuestras cuentas en la senda de la consolidación fiscal, combinando la moderación en el gasto con la mejora de los datos de recaudación de ingresos públicos.
En determinados sectores de la opinión pública se suele establecer una relación falaz: la identificación de la reducción del déficit con recortes en las políticas sociales. Es el conocido como austericídio, convertido en una verdad popular en amplios segmentos de la sociedad española, pero cuyo parecido con la realidad es inexistente. Los datos reflejan esa verdad aburrida, pesada, terca, pero perenne que muestran la falacia de que la austeridad mata.
La falacia del austericidio
Los Presupuestos Generales del Estado para el año 2011 contenían una previsión de gasto de 485.150 millones de euros. En el año 2017 ascendieron a 476.543 millones de euros. Esta diferencia no procede de reducir las partidas sociales que, entre aquellos mismos años, pasó de 296.481 a 307.988 millones de euros. En fin, la falacia del austericidio, que este año será mayor al situarse el compromiso presupuestario social en 318.213 millones de euros, el mayor que hemos tenido nunca en nuestro país.
La reducción del déficit en este mismo período, del 9,3% al 3,1% del PIB, tiene un doble origen; el mencionado del gasto en 13.718 millones de euros, y la recuperación de los ingresos en 53.721 millones de euros, todo ello con una menor presión fiscal tras las rebajas de impuestos de 2015 y 2016 y en la que se insiste en el Proyecto de Ley de Presupuestos para 2018.
Desde distintos ámbitos de la opinión pública surgen, lo que podríamos llamar en términos parlamentarios, las enmiendas de totalidad reclamando un mayor o menor protagonismo del sector público en la economía. Lo cierto es que trabajar por la convergencia de ingresos y gastos hacia el equilibrio entorno al 38% del PIB está permitiendo, como prueban los hechos, alcanzar los datos de crecimiento más altos de la zona euro, haciéndolo por primera vez en nuestra historia con superávit en cuenta corriente y siendo este proceso muy intenso en la creación de empleo, 2.527.714 afiliados más a la Seguridad Social desde el peor momento de la crisis en febrero de 2013.
Hay quienes pueden legítimamente proponer alcanzar estos objetivos reduciendo o aumentando el peso del sector público para estimular el crecimiento. La primera de las opciones no puede suponer en ningún caso olvidar el esfuerzo hecho durante la crisis por amplios sectores de la sociedad española que es lo que tiene muy presente el Proyecto de Ley.
Por su parte, estimular el crecimiento a través del incremento del gasto, financiándolo, al menos en parte, subiendo impuestos, solo incrementa el déficit, no estimula ni el crecimiento, ni la creación de empleo, nos hace perder crédito internacional y nos aleja de los objetivos europeos de España. En definitiva aumentar la presencia del sector público en la economía lejos de garantizar mejores resultados para los ciudadanos y mejores servicios públicos, compromete nuestro futuro a medio y largo plazo.