
La llegada del buen tiempo ha revelado algo que el golpe independentista no sacó a la luz durante los negros otoño e invierno que le precedieron, salvo en contadas y muy lamentables ocasiones. Los ciudadanos catalanes se lanzan a compartir el espacio público por excelencia, las maravillosas playas de la costa nororiental de la península que pertenecen a esta comunidad autónoma española, como han hecho siempre durante décadas de libertad y democracia. Escarrer avisa del daño al turismo por los actos políticos en playas catalanas.
Ya podía uno pensar radicalmente distinto que el vecino de toalla, que pocas veces afloraban diferencias políticas sobre la necesidad de que Cataluña fuera independiente. Sí es cierto que ha habido siempre un nacionalismo social muy arraigado en muchos pueblos costeros bañados por el Mediterráneo, que ha expulsado a muchos turistas nacionales que compraron una segunda residencia en la Costa Brava y la vendieron a los pocos años hastiados de no poder hablar su idioma, que por cierto es oficial en esas tierras privilegiadas. Pero nunca se habían producido enfrentamiento verbales, incluso físicos, insultos e intimidaciones. Esa etapa ya ha llegado en Cataluña.
Muchos catalanes que sienten su región tanto como su país han tragado durante meses con los lazos amarillos y lo que significan de desprecio al discrepante. Desde que el juez del Supremo encarceló a los primeros líderes del golpe separatista. Muy pocos habían tomado la decisión valiente de plantar cara y retirar de las calles, las oficinas administrativas y los edificios institucionales el símbolo del apoyo a los presos preventivos, que no condenados. Se monopoliza hasta tal punto el color amarillo, como viene ocurriendo con otros colores elegidos como motivos de reivindicación, que llevar una prenda similar te convierte en cómplice de esas reivindicaciones.
Y ha sido en la playa donde la parte de la sociedad que ha venido padeciendo esa imposición en silencio, ha dicho basta. El lugar público por excelencia en el litoral costero, el reclamo turístico que debería suscitar las reservas hoteleras de cientos de miles de personas foráneas para mantener una industria floreciente, el espacio donde todos somos iguales y hacemos las mismas cosas sencillas, convertido en plataforma de demandas ideológicas, políticas y judiciales. Y además con una forma, la colocación de cruces alineadas metódicamente, que recuerda más a aquellas extensiones infinitas dedicadas a los que murieron en Omaha Beach, como si Cataluña alguien hubiera perdido la vida en este momento de la historia por defender ninguna causa.
Las primeras hostilidades se han visto ya en las imágenes difundidas en redes sociales. Muchos catalanes que desean disfrutar del sol en compañía de sus hijos se niegan a que el espectáculo cercano a su sombrilla sea una especie de cementerio simulado. No es agradable, dicen para justificar la decisión de retirar las cruces amarillas y verse entonces envueltos en la turba. Esperemos que alguien con la lucidez que parece faltar desde hace demasiado tiempo en las instituciones frene esto.
Los representantes institucionales nacionalistas afirman ante esta situación peligrosísima que si alguien entiende que las cruces no están bien colocadas debe acudir a las autoridades y pedirles que las retiren. Esas autoridades son la mayoría de las veces ayuntamientos gobernados por ellos mismos. Pero no exigen idéntica exquisitez para aquellos que las colocan sobre la arena.