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México: Una propuesta al alcance de cualquier orientación política

  • El futuro Gobierno deberá cerrar un nuevo y más modernizado TLCAN
Foto: Archivo

El panorama económico en México parece inmutable. La economía creció un 2,2% en 2017, por encima de lo previsto a inicios de año (aunque muy por debajo del crecimiento potencial, que se estima en porcentaje superior al 4%). Para este año, ni la incertidumbre derivada de las próximas elecciones presidenciales ni las secuelas causadas por los terribles daños naturales, parece poner en riesgo que la economía mexicana pueda volver a crecer cerca del 2%. Un escenario que puede generar una cierta complacencia, pero que esconde que México se enfrenta una vez más a un conjunto de políticas contrapuestas sobre las que parece existir un punto de equilibrio muy inestable.

Por un lado, México es un país que parece haberse acostumbrado a crecer por debajo de su potencial creando de esta manera una brecha entre las necesidades y el bienestar de sus ciudadanos y una realidad social y económica que año tras año percibe cómo sus oportunidades se van diluyendo. Por el otro lado, cuenta con el tamaño de país, la juventud de su población y los recursos naturales propicios para convertirse, como vecino de EEUU, en una potencia internacional. Así pues, entre el extremo de la pobreza y el punto opuesto marcado por un amplio conjunto de oportunidades, los líderes políticos mexicanos han comenzado a desgranar sus proyectos económicos y sociales de cara a las elecciones presidenciales de julio de 2018.

No debería de extrañar que a la cabeza de las encuestas electorales aparezca el candidato que promueve el populismo como una manifestación política y social en el país, con la que se pretende restaurar el viejo sistema presidencialista donde el gobierno controlaba la economía. Un populismo que, con independencia de su viabilidad, parece acechar con más intensidad que en ocasiones anteriores, no solo porque es una tendencia que tras la crisis económica iniciada en 2008 ha emergido con fuerza en muchos países, sino porque los parámetros sobre los que se sustenta esta corriente política en México permanecen inalterables: los niveles de pobreza alcanzan a más del 50% de la población y los niveles de desigualdad son los más elevados de América Latina y el Caribe según la Cepal; además, de acuerdo con el Barómetro de Confianza elaborado por el Grupo Edelman en 2017, los dirigentes del sector público en México cuentan con solo el 20% de confianza entre sus ciudadanos, uno de los niveles más bajos del mundo, y solo un 8% de la población confía en un sistema que ha resultado fallido para un elevado porcentaje de la población.

La otra fórmula que los gobernantes mexicanos podrían adoptar en un momento dado, en realidad no muy alejada del anterior, es el proteccionismo. Una posición que, como está ocurriendo en otros países del mundo, podría ser bien recibida por un amplio segmento de la población mexicana, no solo en respuesta a los autoritarios planteamientos del presidente Trump, sino en beneficio de algunos sectores económicos. Sin embargo, México no está en disposición de poner en práctica medidas de corte nacionalista por varias razones. Primero, porque carece de la fuerza y del poder de mercado para diseñar políticas de esta índole y, segundo, porque México ha sido el país que más se ha beneficiado de la apertura comercial propiciada por el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), por lo que ya ha saboreado las ventajas de la apertura en todas sus vertientes. Por el lado comercial, el intercambio de bienes entre México y EEUU se ha quintuplicado. Y por el lado de la confianza, el TLCAN ha representado para México unas ganancias formidables: no solo se ha multiplicado por siete la inversión extranjera directa, alcanzando en la actualidad un promedio anual cercano a los 20.000 millones de dólares, sino que esto ha permitido generar una enorme cantidad de empleos.

En contraste, las propuestas que habitualmente han planteado los diferentes candidatos a la presidencia del país han descansado, entre otras muchas, en la promesa al aumento de la inversión pública y el desarrollo de infraestructuras, en avanzar hacia una reforma educativa, en la lucha contra la corrupción, el aumento de la competitividad o en la reforma energética. Es decir, propuestas tan deseables como necesarias, aunque de difícil ejecución como hemos visto hasta ahora. Sin embargo, los candidatos las vuelven a incorporar en sus programas electorales de cara a las próximas elecciones.

En definitiva, las propuestas políticas de cada uno de los candidatos siguen oscilando entre las repetidas y necesarias reformas que cualquier gobierno mexicano, sea del signo que sea, debería emprender si se dispusiera de los recursos y de la determinación adecuada, hasta una cascada de propuestas encaminadas a reconducir los amplios niveles de desigualdad y a reducir los niveles de pobreza en el país. Sin embargo, entre el fallido afán reformista de los últimos años y la esperanza de un populismo ilusorio, el próximo gobierno de México podría concentrarse en dos o tres propuestas intermedias y, sin duda, más realistas, progresistas e igualitarias, que giren alrededor de un principio básico: hacer que la economía funcione en beneficio del bien común, aunque esto suponga romper con las estructuras de poder que preservan el status quo.

Para lograr un mayor bienestar entre la población, sería necesario accionar algunas palancas. Podría comenzarse promoviendo de manera decidida una mayor eficiencia del sector público, no tanto por lo que representa en términos económicos, que ya es mucho pues según el Consejo Coordinador Empresarial supera el 8% del PIB y es más de quince veces más ineficiente que en EEUU, sino por la necesaria imagen de profesionalidad, modernización de las instituciones y ejemplo de cara a una ciudadanía que debe proyectarse con más ambición y menos complacencia. Se podría plantear, en paralelo, una nueva política en contra de privilegios empresariales, monopolios y negocios concesionales que, bajo un modelo de gestión de carácter extractivo, no sólo ofrecen bienes y servicios de menor calidad y substraen renta disponible de las familias a través de unos precios superiores a los de la competencia, sino que limitan la innovación y el crecimiento de la productividad. Por supuesto, junto a estas propuestas se debe seguir intentando responder qué tipo de país se busca. Una disputa que después de varias décadas sigue sin cerrarse. Y, entre esas posibles respuestas, el gobierno, sea del signo que sea, debe hacer su máximo esfuerzo por cerrar un nuevo y más modernizado Tlcan que continúe garantizando la seguridad jurídica de la inversión privada, con el propósito de apoyar el crecimiento económico en México. Un crecimiento que, si Trump lo entendiera, sería la mejor forma de proteger su propia frontera.

En definitiva, propuestas al alcance de cualquier orientación política, que irían dirigidas al bien común y serían percibidas por una población que necesita reivindicarse con fuerza frente a las fallidas propuestas de desarrollo formuladas desde hace sexenios en México.

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