Firmas

Decía Romanones

El Congreso de los Diputados, vacío. Foto: Efe.

Romanones, tres veces jefe de Gobierno de España con Alfonso XIII, decía a los diputados: Hagan ustedes las leyes y déjenme a mí hacer los reglamentos. La Ley, voluntad del Legislativo, es la norma máxima pero el reglamento, generalmente obra de la Administración del Ejecutivo, es el que desarrolla la aplicación de esa Ley y en consecuencia el tránsito de la misma por los mil y un vericuetos y dificultades que la realidad cotidiana ofrece de manera continua.

El concepto fundamental de Democracia viene sufriendo demasiado desde la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano en 1789, un lento proceso que con altibajos ha ido constriñendo la grandeza y riqueza de su contenido a una cuestión puramente de ámbito electoral. Pero incluso en ese ámbito, la introducción del voto censitario (derecho a voto según los ingresos económicos) y el no reconocimiento del voto de la mujer, hicieron que solamente pudiera votar un porcentaje mínimo de la población.

Una vez que el Sufragio Universal fue implantado como Ley para todos los ciudadanos y ciudadanas en edad de votar, los instrumentos de distorsión de la voluntad popular se concretaron en dos sistemas operativos. Aquí en España habría que destacar: el del caciquismo de la España decimonónica y el derivado de la existencia de determinadas circunscripciones electorales calificadas por Manuel Azaña como simples burgos podridos.

Pero hay otro mecanismo que distorsiona, en algunos casos gravemente, la voluntad que dictan las urnas: determinados sistemas electorales que traducen los votos emitidos en escaños, con notoria desviación de los resultados numéricos de los sufragios. Uno de los casos más evidentes es el del sistema mayoritario de Estados Unidos en el que la lista más votada en cada circunscripción, obviando la lógica de la proporcionalidad, se lleva todos los escaños en juego.

Nuestra Ley D´Hont, combinada con la sobrerrepresentación de determinados territorios y circunscripciones, distorsiona la adecuación proporcional que debe existir entre todos los votos emitidos y escaños conseguidos. Y todo ello beneficia, siempre, a las fuerzas mayoritarias con el consiguiente perjuicio para los partidos políticos minoritarios.

Cambiar la Ley Electoral en muchos de sus contenidos no es un capricho sino una cuestión básica de Democracia. Otra cosa son las apelaciones a la gobernabilidad o a la estabilidad, auténticos mantras con los que se quiere obviar el real y grave problema de fondo.

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