
El delfín de Jordi Pujol ha entregado su último asidero de poder. Artur Mas se retira abandonando la formación política a la que vapuleó con sus políticas delirantes, cuando eligió el camino de la ilegalidad y la radicalidad en lugar de tomar el sendero opuesto, el de la legalidad y el acuerdo que tantos beneficios está dando a su amigo Íñigo Urkullu en el País Vasco. Aquella encrucijada de septiembre de 2012, en la que el entonces president se dejó seducir por las manifestaciones, cambió la historia de Cataluña y la de España.
Pero, echemos la vista algún tiempo atrás. Mas llevaba dos años en la Generalitat, con un gobierno que necesitaba apoyos para sacar adelanta los presupuestos. Los independentistas, sobre todo los sobrevenidos, no lo quieren recordar ahora pero el partido que apoyó esos presupuestos fue el PP de Alicia Sánchez Camacho. Los independentistas, tampoco Mas, no quieren ni oir hablar de ello ahora pero la sentencia que recortaba el Estatut se había dictado muchos meses antes de aquella Diada, meses que transcurrieron con el mencionado apoyo parlamentario y sin voz altisonante alguna que hiciera adivinar el proceso de desafío a la ley que luego hemos visto, y que tan lamentables consecuencias tiene ahora.
Cuando Mas no era independentista, cuando Pujol pensaba en el Estado, esas cosas ocurrían. Aunque ahora parezca ficción. Lo ocurrido entre 2010 y 2012 se ha borrado del background colectivo del soberanismo, por necesaria conveniencia.
El horizonte judicial al que se va a enfrentar Artur Mas ha pesado mucho más en su renuncia que la proyección del nuevo Junts Per Catalunya. El 9-N pasa factura porque la justicia no atiende a razones políticas y siempre llama dos veces. El Tribunal de Cuentas exactamente igual, y el Supremo ya le investiga por su papel en el 1-O y la DUI. Todo eso ha pesado más que la política, y sobre todo su distancia kilométrica respecto a un Puigdemont enrocado en Bélgica y decidido a intentar ser presidente de nuevo desafiando otra vez la lógica y la ley.
Ser investido de forma telemática será algo que habrá que ver para creer. Pero serlo como hoy se especula de manera "delegada" es aún más inexplicable. Ya supimos en las elecciones del día 21 de diciembre que el expresident huido votó gracias a la papeleta de una joven milenial. Ahora se trata de que otro diputado ponga su físico en la tribuna para pronunciar el discurso imaginario de quien no viene a España para no tener que comparecer ante los jueces que le investigan por delitos muy graves. La presidencia delegada es el último invento sobre el que tendremos que hacer cábalas, mientras los ciudadanos esperan una normalización de la vida pública en Cataluña y que todos comencemos a mirar al futuro.