
Diversas circunstancias y razones han favorecido que vuelva a primera página el debate sobre nuestro modelo de financiación autonómica. Lo considero acertado pues, junto con el de las pensiones, es este un problema que está afectando a las posibilidades de crecimiento, desarrollo y progreso de la economía española y que lamentablemente, por el uso político que se hace de ambos, especialmente del sistema de financiación de las Administraciones, está distorsionando, cuando no emponzoñando, las relaciones sociales y hasta personales de nuestra sociedad.
Creo, sin embargo, que no es posible disgregar la reforma de la financiación de las Administraciones Públicas, en sus actuales niveles (incluidas las diputaciones), del problema de la reestructu- ración y mejora de nuestro sistema fiscal al completo.
Y, a su vez, éste del problema de la estructura y gasto del Estado (en todos sus niveles) y su papel o intromisión en nuestros asuntos; y cuando digo nuestros me refiero a los de cada uno de nosotros. A este último respecto, a veces se llega a límites ridículos o esperpénticos, si no fuese por la gravedad de un intervencionismo abusivo que raya la tiranía (siempre en pro de nuestro bien, salud, seguridad e integridad), cuando la Administración (ayuntamientos) dirige hasta nuestros pasos y el sentido de nuestra marcha peatonal.
Diversas imprecisiones y falacias se cometen con el asunto de nuestro sistema de financiación autonómico que, por cierto, es uno de los más descentralizados en el mundo desarrollado y democrático. Nuestras autonomías emiten deuda pública propia (por cierto, que luego respalda el Estado central) y tienen plena gestión y decisión, incluso pueden establecer Agencias Tributarias propias a tal efecto, en los impuestos que les son propios (Patrimonio, Sucesiones y Donaciones, Transmisiones, AJD, etc.), además de la parte que el Estado cede en IRPF (donde también pueden decidir sus tipos impositivos), IVA, Especiales, Juego o Impuesto sobre la electricidad, entre otros.
Sin embargo, se trata de un sistema con asimetrías producidas no sólo por las fórmulas de cálculo o los parámetros aplicados a la hora de establecer los repartos dentro del denominado «régimen común», sino por la existencia de las diferencias forales (régimen foral), contempladas por la propia Constitución, que dan origen al denominado Concierto Económico y que hace que dichas comunidades forales (en Euskadi a través de las Diputaciones) tengan un sistema de relación fiscal y financiera con el Estado diferente al del resto de comunidades autónomas.
Los problemas y privilegios del sistema de financiación vasco y navarro (algo menos en éste) surgen fundamentalmente del desastre y conchabanza política en el cálculo del cupo. Y, aunque el Concierto establece la aprobación en el Parlamento español, las necesidades de escaños o votos para el partido gobernante en determinadas circunstancias han producido y acumulado dichos privilegios.
En todo caso, resulta significativo que, dentro de las comunidades de régimen común, todas declaren salir perjudicadas tras el reparto final de fondos asignados para su financiación. La tarta es una y, dado que a la hora de repartir el Estado no solo no se queda con dinero sino que pone de más, mediante diversos mecanismos de financiación extraordinaria (FLA, pago a proveedores, préstamos ICO o anticipos a cuenta), es matemáticamente imposible que todas salgan perjudicadas en dicho reparto. Al menos una debería salir ganando. Y de hecho son varias las que ganan, mientras que Madrid, Valencia, Murcia y, en menor medida, Cataluña salen perjudicadas. Hasta el último modelo de financiación autonómica, aprobado unilateralmente por el Gobierno de Rodríguez Zapatero y que entró en vigor en 2009, Baleares también era aportador neto del sistema, pero desde entonces su situación se ha equilibrado, incluso con un mínimo saldo favorable.
Mas, con el fin de resolver algo cuya solución no es, ni será, esta vía, se habla de aplicar algo similar al régimen especial foral, cupo incluido, para Cataluña. Lo cierto es que eso rompería completamente el actual sistema y el supuesto reparto solidario sobre el que dice asentarse (lo inaudito es que el PSOE está detrás de la propuesta). Y creo que, casi de inmediato, cada autonomía solicitaría un trato igual: gestión (incluido establecer los tipos) y recaudación plena de sus impuestos, buscando posteriormente la posición más favorable posible en "el cálculo" del cupo que luego aporte al Estado. Y aunque los políticos en sus diálogos y consensos lo olvidan, quienes tributan no son los territorios, sino las personas, que deben hacerlo según el principio de igualdad de las mismas ante la ley, con independencia de sus pensamiento o ideología, raza, religión, cuna u origen.
Tiene más sentido, pues, crear un impuesto, o varios, autonómicos, propios e independientes del sistema tributario del Estado central (sin cesiones ni repartos ulteriores), u otorgar un sistema foral a cada región o autonomía.