
El 11 de noviembre de 1997, el Banco de Inglaterra dio un gran paso hacia la independencia, cortesía de la segunda lectura de la Cámara de los Comunes de una ley que modificaba la Ley bancaria de 1946. La norma daba afirmación legislativa a la decisión adoptada por el entonces ministro de economía, Gordon Brown, de liberar las operaciones del banco central del control del Gobierno. Supuso un hito para una institución que había estado bajo el yugo del Estado durante más de medio siglo y simbolizaba que la necesidad de independencia del banco central se había convertido en creencia generalizada.
Ahora, sin embargo, esa creencia se está cuestionando y no sólo en el Reino Unido. Mientras la inflación fuese el peligro real y presente, tenía sentido delegar la política monetaria a unos banqueros centrales conservadores, aislados de la presión de financiar los déficits presupuestarios del Gobierno. Hoy, sin embargo, el problema es el contrario, a saber, la incapacidad de los bancos centrales de elevar la inflación a los niveles propuestos.
Para lograrlo, es necesario que los responsables de las políticas fiscales y monetarias trabajen codo con codo y permitan al banco central, in extremis, monetizar los déficits presupuestarios. Pero cuando se trata de cooperar con las autoridades fiscales, la independencia del banco central es un obstáculo, no una ayuda.
También fue fácil defender la independencia cuando la tarea de los banqueros centrales se limitaba a mantener la inflación baja y estable. Con este cometido tan restringido, las consecuencias distribucionales de las decisiones de los bancos centrales eran limitadas. Además, era mucho más fácil explicar que los instrumentos políticos del banco central estaban vinculados con sus objetivos impuestos por la política.
Aun así, cuando la crisis financiera global expuso los peligros de consignar la política monetaria y fiscal a silos separados, los bancos centrales adquirieron responsabilidades añadidas. Decidir si se rescata o no una entidad financiera concreta, ya sea para garantizar la estabilidad sistémica o por otros motivos, repercute visiblemente en los inversores privados.
Lo mismo ocurre con las intervenciones no convencionales en mercados de bonos corporativos y bonos hipotecarios. No es ninguna sorpresa que la noción de independencia de los bancos centrales que ayudó visiblemente a ciertas instituciones financieras (en un momento en que la sociedad al completo se encontraba en una situación de estrés económico sin precedentes) se volvió enseguida políticamente tóxica.
La independencia es aun más problemática en una época en que los efectos transfronterizos de las políticas monetarias nacionales han cobrado tanta fuerza. Esos efectos hacen que sea importante que los bancos centrales tengan en cuenta el impacto de sus políticas en países extranjeros y en el sistema global, pero la persecución de objetivos globales es compleja, rayando en lo imposible, cuando los bancos centrales funcionan con los mandatos estrechos y centrados en lo doméstico que exige la independencia.
Hoy en día se ataca a los bancos centrales por todas esas razones: no alcanzar sus objetivos de inflación, no mantener la estabilidad financiera, no restaurar la estabilidad con transparencia y no tener en cuenta debidamente las repercusiones globales de sus políticas. Insatisfechos con su rendimiento, los políticos buscan reafirmar el control.
Así, vemos al Banco de Italia atacado por su gestión de la crisis bancaria nacional. Oímos críticas al Banco de Inglaterra por manifestar su preocupación de las repercusiones macroeconómicas del Brexit. Encontramos especulaciones de que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, pretende abarrotar el Consejo de la Reserva Federal con nominados políticamente sumisos.
Comprometer la independencia del banco central para mejorar la responsabilidad política sería tirar el grano con la paja. La política monetaria es técnica y complicada. Devolver el control a los políticos no es más prudente que entregarles las llaves de las centrales nucleares.
Hay quien dirá que la manera de que los bancos centrales puedan garantizar su independencia es abandonar las políticas macro y microprudentes y renunciar a las intervenciones inconvencionales en los mercados de títulos, aunque una lección principal de la crisis es que las políticas macroeconómicas y financieras están muy entrelazadas, y su coordinación es más eficaz cuando ambas tareas se enmarcan en la misma institución, aunque dirigidas por comités separados. Dado el nivel prevaleciente de tipos de interés, es casi seguro que, si llega otra crisis, volverán las políticas inconvencionales.
Lo que los bancos centrales pueden hacer para zanjar las amenazas a su independencia es ser más transparentes. Pueden anunciar los votos de cada miembro de sus consejos sobre cuestiones relevantes políticamente y publicar las actas sin demoras injustificadas. También pueden convocar más ruedas de prensa y explicar sus políticas sin tantas perogrulladas, ahorrándose pontificar sobre cuestiones ajenas a sus mandatos y reconociendo el derecho de los políticos a marcar los objetivos que deben cumplir los bancos.
Para modelar la opinión de esos políticos, podrían explicar mejor por qué la cooperación con las autoridades fiscales y los bancos centrales extranjeros es de interés público, y publicar cuentas financieras más detalladas, incluso sobre sus operaciones de seguridad individual y contrapartes.
Sobre todo, pueden dejar de intervenir en la política parlamentaria, como hizo el Banco Central Europeo, cuando precipitó la caída del Gobierno de Silvio Berlusconi en 2011 en Italia. Después, pueden seguir con la cabeza baja y esperar que todo salga bien.
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