
Desde hace tiempo, el proceso de independencia de Cataluña copa la opinión y, me temo, así seguirá en tanto no tengamos clara la defensa de la libertad como prioridad. Y hablo de independencia, no de referéndum, porque si algo han dejado claro los independentistas es que éste nada les importa como expresión de ejercicio libre de decisión.
Votar no lo es todo. No resuelve todos los problemas o conflictos, ni determina la realidad: por más que, en votación libre, una amplia mayoría acuerde que dos más dos son cinco o decida algo contrario a la naturaleza (también la humana), eso no se cumplirá ni será. Y, lo que es peor, mediante votación o diálogo, también muy reclamado hoy, pueden acreditarse y adoptarse verdaderas atrocidades contra nuestros semejantes, incluso respetando y siendo muy escrupulosos con los métodos. Las tiranías de todos los colores dan fe de ello.
Pero es aún menos lícito cuando el proceso de votación está completamente amañado o pervertido; la información sobre qué, cómo o para qué se vota está completamente torcida, velada o trasformada, y durante años; se presiona a las minorías, de mil maneras sutiles y no tanto, hasta relegarlas o marginarlas; las reglas del juego no son iguales para todos; se procede de forma oculta, sin posibilidades de discusión equilibrada, sin ridiculizar las posiciones contrarias u opuestas, o simplemente de discusión, escondiendo o disimulando intenciones, procesos, decisiones... en definitiva mintiendo.
Es decir, votar, que no es la democracia, es una trampa cuando dicho proceso de decisión se ejerce sin libertades ni garantías y, aún peor, al margen de las leyes. Y no sé quiénes son, o quiénes se creen, determinadas autoridades para considerar que ellos no están obligados a cumplir las normas que rigen para el resto, transmitiéndolo así a los ciudadanos. Eso es arbitrariedad; nos retrotrae al pasado, a sociedades cerradas o tribales, y es lo contrario al progreso, pese a que se presente o plantee como tal.
Aunque entiendo la fuerza de los argumentos emocionales, de los sentimientos, quiero creer que más allá de fronteras, piedras, vegetación o ríos somos un grupo de personas, una sociedad, que está dispuesta a compartir y tener en común normas, reglas, leyes sobre las que cada cual busque sus objetivos particulares, sus proyectos de vida o su propia felicidad, según la entienda cada uno, superando o trascendiendo ese espíritu retrógrado, tribal, estatista (los nacionalismos lo son por definición y naturaleza) que limita (no siempre lo hunde) el progreso.
Así, mientras dedicamos tiempo al denominado procés, hemos sabido de dos informes que afectan mucho al progreso de nuestra sociedad y confirman una realidad que es resultado de varias décadas de errores al respecto: el Informe sobre el Capital Humano 2017, del Foro Económico Mundial, sitúa a España a la cola de Europa (sólo Grecia, Serbia y Moldavia aparecen en peor posición) en desarrollo del capital humano y productividad de sus trabajadores. Sobre un total de 130 países nos situamos en el puesto 44, justo debajo de Portugal, lo que no parece tan malo. Pero Eslovenia está en novena posición y Estonia en duodécima. Nuestra escasa tasa de actividad o participación laboral, el desempleo y las lagunas de nuestra educación, tanto en la formación reglada (donde destacan los problemas de la Formación Profesional) y no reglada (en la empresa) hacen de nosotros una sociedad escasamente y mal cualificada.
El otro, relacionado, es el informe de la OCDE sobre nuestro Panorama de la Educación en 2017, del que tampoco salimos triunfantes. Entretanto, mantenemos la satisfacción y autocomplacencia con nuestro nada exigente sistema educativo haciendo creer a la población que uno o incluso varios títulos, a poder ser universitarios, aseguran nuestra capacidad de ser empleados y encontrar un trabajo. Ni que decir de aquella enorme bolsa de jóvenes, y no tanto, que ni tienen formación alguna, ni experiencia laboral, ni lo pretenden. Y, lo que es más desconsolador, dado el tipo y carácter de nuestro sistema formativo desde la infancia o primaria, buena parte del problema se presenta en muchas personas que superan los listones y logran un título de nivel medio o superior, pero que muestran graves carencias de formación y aptitud (y también de actitud).
Todo ello no contradice el que encontremos y tengamos grupos de personas destacadas, entre 16 y 40 años, muy bien formadas, capacitadas y cualificadas, que tanto en el campo profesional como académico dan sobradas muestras de superar a las generaciones pretéritas y competir con las de su edad en todo el mundo. ¡Estaría bueno! Los medios, los recursos de todo tipo y la dedicación a su formación han sido muy superiores a los de sus padres o abuelos y corresponden a un país desarrollado. Pero en conjunto, como sociedad, esa es una de nuestras más grandes y preocupantes debilidades de cara al futuro.