
El ser humano no es tan racional como parece. No, si tenemos en cuenta que en los grandes movimientos de la historia siempre resultó decisivo el componente emocional. Lo que está ocurriendo estos días en Cataluña va también por ahí. La salsa de todos los argumentos del soberanismo es hábilmente cargada de emotividad de forma y manera que la razón e incluso la verdad más objetiva son manipuladas para que prevalezca la fibra emocional.
Nada de lo que les estamos oyendo decir a los líderes independentistas es enteramente cierto. Su retórica es una trabada mixtura de verdades y mentiras unas veces de forma sutil y otras burdamente pero siempre aderezadas con emociones.
El Gobierno catalán lleva meses proclamando que el 1 de octubre tendría lugar un referéndum y que nada ni nadie se lo impedirían. No se daban ni un portillo por el que escapar o abrir un margen al beneficio de la duda. El 1-O habrá referéndum, un referéndum con urnas y papeletas, sentenciaban.
El miércoles de buena mañana, el Estado de Derecho desató la tormenta Anubis para responder al desafío legal. Ignoro quién la bautizó ni con qué intención con el nombre del Dios de la muerte del Antiguo Egipto. Lo que es obvio es que sus efectos fueron letales sobre la logística del plebiscito que, de forma ilegal y contraviniendo el marco constitucional, el propio Estatuto catalán y todas las leyes internacionales, había sido convocado.
La detención de quienes se implicaron de forma ejecutiva en la organización de la consulta, la neutralización del sistema informático dispuesto para la votación y la incautación de los casi diez millones de papeletas que habían impreso, y que está por ver con qué dineros se pagaron, desbarataba, en pocas horas, la pretensión de que lo que ocurra el primer domingo de octubre en Cataluña pueda guardar algún parecido, si quiera remoto, con un referéndum de autodeterminación.
Inaccesible al desaliento, el aspirante a bonzo Carles Puigdemont mantenía incólume su desafío como si confiara en que una mano divina le abriera los colegios el día de autos a las ocho de la mañana y el mismo ensalmo colocara allí decenas de miles de urnas en las mesas electorales junto a unos millones de papeletas. Aseguraba contar con un "plan de contingencia" para ejecutar la consulta como si cada día pudiera sacarse de la chistera nuevas alternativas.
Además de su nueva incursión en la prensa extranjera, con esa carta al Washington Post en la que se presenta como abanderado de una supuesta lucha entre autoritarismo y democracia, Puigdemont traslada a las redes sociales la chulería del soberanismo rampante jactándose de que "el 1 de octubre Cataluña va a votar tanto si le gusta a España como si no".
La reacción del vicepresidente de la Generalitat ha sido bien distinta. Oriol Junqueras prefirió llorar. Con un intelecto más sofisticado que el del ex alcalde de Girona y una visión política de mayor recorrido, Junqueras admitió que el referéndum había quedado muy tocado. Y lo hizo mostrándose abatido, con la cara cansada y la voz rota y entrecortada, casi al borde de las lágrimas. Una actuación deliberada ante los medios del Régimen para cargar las baterías callejeras de la emoción y librar la batalla en ese campo alejándose lo más posible del realismo, la objetividad y la razón.
Es la huida hacia adelante, cabalgando sobre el populismo y la post verdad que tanto juego le ha dado a movimientos y personajes tan siniestros como Donald Trump, Marine Le Pen o quienes encabezaron el Brexit dejando al Reino Unido como un pollo sin cabeza. Son los mismos perros con distinto collar, con la particularidad de que en Cataluña se le ha unido una parte de la ciudadanía que dice ser de izquierdas. No puedo imaginar nada menos progresista, solidario e internacionalista que lo que persiguen los actuales inquilinos del Palau de la Generalitat. Parafraseando a Gabriel Rufián, habría que exigirles "que quitaran sus sucias manos" del término izquierda y que, al menos, tengan la honestidad de etiquetarse como los ultranacionalistas que son y así no engañar a nadie.
Sus más fervorosos seguidores han querido montar frente al Palacio de Justicia de Barcelona una suerte de "15-M del independentismo" con tiendas de campaña incluidas. Un 15-M de chicos bien, sin desheredados ni perro flautas. Su intendencia también difiere mucho de la que instaló sus reales en la Puerta del Sol. Quienes pasaron la noche en el Paseo de Lluís Companys no necesitaron vaciar las neveras de casa y llevar en bolsas la comida que cada uno pudiera aportar. Los acampados soberanistas han sido debidamente abastecidos con sus buenas bandejas de alimentos y cajas de bebidas. Un catering bien servido para que cenaran como señores y un desayuno con pastas, bollos, café caliente y batidos variados. Es otra forma de alimentar el sentimiento. Y habrá quien se crea un héroe de la patria por estar ahí.