
A mediados de agosto, varios grupos de la derecha alternativa, neonazis y supremacistas blancos, incluido el Ku Klux Klan, se reunieron en Charlottesville (Virginia) en una concentración que acabó con un supremacista blanco empotrando un coche contra una multitud de opositores. Murió una persona y hubo 19 heridos. Donald Trump respondió sin condenar el terror racista, culpando a "muchas partes" de la violencia.
Para bastantes miembros de su consejo de manufactura y del foro de estrategia y política, fue la última gota, aunque el vaso había rebosado hace tiempo. A los primeros miembros del consejo que dimitieron, Trump los denominó "presumidos", pero después el goteo de dimisiones se convirtió en una ola y el presidente, por lo visto temeroso de una revuelta a gran escala de los empresarios que en teoría debían asesorarle, disolvió rápidamente los dos consejos económicos y tuiteó que no quería presionar a sus miembros.
Quizá no tenía de qué preocuparse. Es cierto que algunos miembros de los órganos asesores de negocios tomaron una postura, pero fue insuficiente y tardía. Por muy abominable que fuera la respuesta de Trump a los sucesos de Charlottesville, nadie podía argumentar estar sorprendido. Por el contrario, desde el primer día se han visto señales obvias de que este Gobierno era tóxico. Los propios consejos eran poco más que una herramienta de autobombo de Trump, porque avivan su imagen de empresario de los empresarios. Aunque algunos asesores dimitieron cuando Trump retiró a Estados Unidos del acuerdo del clima de París, la mayoría siguió debido a un deseo predominante de prestigio y acceso. Aparecieron en las fotos con sonrisas de pasta de dientes, asintiendo y apretándose las manos. Seguro que saborearon las anécdotas compartidas con sus inversores y las reuniones que empezaban diciendo: "Cuando estuve en la Casa Blanca esta semana...".
¿Atentados flagrantes contra la ética? Sí. ¿Mentiras reiteradas sobre los lazos con Rusia? Sí. ¿Amenazas en Twitter de guerra nuclear? Sí. Sólo cuando Trump validó implícitamente el nazismo literal, se sintieron obligados a sopesar sus opciones.
Esos empresarios no pueden afirmar realmente que creían, hasta la semana pasada, ser una influencia moderadora para Trump. Si ése es el caso, se habría visto algún indicio en los siete últimos meses. Pero no lo ha habido. Muy al contrario, Trump se ha saltado el guion continuamente y ha desvelado opiniones y sentimientos que han mostrado su lado peor.
La decisión de esos empresarios de permanecer en los consejos de Trump durante tanto tiempo ha respaldado implícitamente una autoridad, que, como ha demostrado una y otra vez, es incapaz de ejercer. Para los miembros de los consejos económicos de Trump, y sobre todo para los miembros de su gabinete, acompañar al presidente equivalía a apoyarle. Estos líderes validaron las posturas ultrajantes de Trump en toda una serie de asuntos, desde su plan de construir un muro en la frontera con México hasta sus reiterados intentos de prohibir la entrada en Estados Unidos a los ciudadanos de varios países de mayoría musulmana.
No se deben subestimar los efectos de esta postura. En los consejos económicos de Trump se incluían directores de algunas de las mayores compañías del mundo. Sus hechos importan. Su decisión de asociarse con un gobierno que ha lanzado ataques repetidos a los principios democráticos es muy significativa y no sólo para Estados Unidos. Las empresas que representan (Walmart, PepsiCo, JPMorgan Chase o General Motors) afectan a las vidas de la mayoría de los habitantes del planeta.
Dentro de sus empresas, estos líderes propugnan la importancia de la diversidad y la lucha contra el cambio climático. Afirman valorar su papel de actores globales. Pregonan sus posiciones en las listas de mejor empresa para trabajar de Estados Unidos, pero su silencio sobre la conducta y las políticas de Trump resta valor a sus afirmaciones.
En un contexto global, la colaboración continuada con la Casa Blanca de Trump debe considerarse similar a hacer negocios con gobiernos corruptos (es decir, sostenerlos). Con la excepción del bloque soviético, ninguna dictadura moderna se ha establecido y sostenido sin el apoyo de las empresas, ya sean las minas de diamantes y coltán en las zonas de conflicto de África o las petroleras en el Delta del Níger. Todavía se recuerda el beneficio que obtuvieron empresas como Bayer o BASF (entonces parte del gigante químico IG Farben), Siemens y el grupo Volkswagen de su colaboración estrecha con los nazis.
Los consejeros delegados de todo el mundo deben reconocer no sólo su influencia y su autoridad, (que a casi todos probablemente hinche de orgullo) sino también su responsabilidad en el avance de los valores y los objetivos humanos. Deben representar algo más que sus intereses propios o los beneficios que ofrecen a los inversores. Si la imperativa moral de oponerse a la opresión no basta para animar a la acción a una empresa, quizá la necesidad de proteger su reputación sí lo haga.
Se podría defender que ahora que los consejos económicos de Trump se han desmantelado, la cuestión es obsoleta, pero la responsabilidad de las empresas se extiende más allá de su participación en esos consejos. No es momento para el politiqueo ni el análisis sintáctico. Los líderes empresariales deben levantarse y mostrar un liderazgo auténtico, integridad y respeto por la ética. Deben dejar claro que no están junto a Trump mientras conduce al país hacia la destrucción.
Y esto no sólo se aplica a Trump o Estados Unidos. Los líderes empresariales de todo el mundo deben usar su influencia para oponerse a los gobiernos autoritarios en cualquier lugar. Ellos y sus empresas nunca han tenido tanto poder. Deberían usar su fuerza para luchar por un futuro mejor y no por un asiento en la mesa del tirano.