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La última gran industria europea

Las consecuencias de los terribles ataques terroristas de Barcelona para el turismo en España, y Europa, aún están por descubrirse. Sin duda, puede haber una clara reducción de sus cifras de negocio. Es momento, por tanto, de reivindicar la importancia de este sector y resaltar la importancia de protegerlo contra todo tipo de ataques, en especial en un verano en que surgió el fenómeno de la turismofobia.

Europa no posee una ventaja competitiva real en muchos sectores pero el patrimonio es una de las materias primas que no se pueden replicar. Es obvio que el turismo hay que gestionarlo, fijar un precio adecuado para que no sea desmesurado y elevar su seguridad, pero podría ser perfectamente el futuro económico para muchas extensiones del continente y lo último que deberíamos hacer es alejarlo.

La turismofobia, como se ha dado en llamar, se extiende por todas partes en este verano excepcionalmente cálido en el sur de Europa. En Barcelona, antes de los atentados, los manifestantes anti-turismo asaltaban las playas para reclamarlas de las hordas de bañistas de sol. Los activistas militantes rajaban los neumáticos de las bicis de alquiler y autocares turísticos. Ha habido protestas en Mallorca y San Sebastián, donde se convocó una manifestación el 17 de agosto. En Venecia, 2.000 personas se manifestaron contra los cruceros que llenan el puerto. En Roma se han tomado medidas drásticas respecto al aforo de los grandes lugares turísticos y en el casco antiguo de Dubrovnik, escenario del rodaje de gran parte de Juego de tronos, se han empezado a controlar las cifras de visitantes.

Algunos toman medidas más duras. Las Islas Baleares (con Ibiza y Mallorca) acaban de introducir un impuesto turístico. Barcelona está pensando gravar a los grupos y otras ciudades barajan opciones como restringir los alquileres de viviendas o directamente racionar los números de visitantes permitidos. El rechazo aumenta sin cesar.

Después de pasar diez días en Croacia, entiendo a qué se refieren. Las cifras de visitantes aumentan continuamente y en algunos sitios las multitudes impiden el disfrute. La combinación de aerolíneas de bajo coste, el aumento de las webs de alquiler como Airbnb, que reducen el coste del alojamiento, y una generación de veinteañeros y treintañeros que han decidido que lo normal es hacer seis o siete viajes cortos por Europa al año, han llevado a un crecimiento exponencial de los números de turistas. Pongamos España. El país acogió el año pasado a 75,6 millones de turistas, una cifra récord y casi el doble de su población. Con los índices actuales de crecimiento, el número de turistas triplicará o cuadruplicará el de habitantes y podría ser insostenible.

Pero eso no significa que Europa deba prohibir el turismo, ni siquiera limitar las cifras de visitantes ni dejarse amedrentar por la evidente amenaza del terrorismo yihadista.

Europa ha dejado de poseer una ventaja competitiva auténtica en muchos sectores. En efecto, produce coches estupendos, aviones y vino, y tiene muchas casas líderes en moda, diseño y edición. Hasta cuenta con varias empresas punteras en tecnología, aunque casi todas están en Gran Bretaña y Escandinavia. Pero en realidad, todas ellas podrían verse desbancadas por la competencia algún día. Los japoneses también fabrican coches buenos y los coreanos del sur les siguen detrás. Los chinos construirán aviones excelentes pronto y Estados Unidos lleva la delantera a cualquier país europeo en tecnología. Cuesta señalar un solo sector en que el continente posea una ventaja definitiva y, dada su población envejecida, el mayor gasto en bienestar del mundo y también algunos de los salarios más altos, es difícil que aparezca uno.

Hay un sector cuya posición es casi imbatible y, por suerte, es uno de los mayores del mundo y de crecimiento más rápido: el turismo. Estados Unidos recibe muchas visitas y China también pero en comparación con su tamaño, los destinos europeos destacan. Francia es el país más visitado del mundo y España, Italia, Alemania e incluso el lloviznoso Reino Unido se encuentran entre los diez primeros. En cierto modo, es el mayor sector del mundo, que representa el 3,1 por ciento del PIB global directo y casi el 10 por ciento en total. Mejor aún, genera empleo a gran escala (a nadie se le ha ocurrido aún como automatizar un hotel).

Es difícil igualar la posición europea. Se puede construir un parque temático Disney en cualquier lugar y levantar otro hotel de lujo en la playa de turno, pero no se puede diseñar así como así otra Venecia, Barcelona, Dubrovnik o Londres. Los turistas siempre querrán visitar esas ciudades. Ofrecen un patrimonio inigualable y no se puede duplicar. En el lenguaje de las escuelas de negocios, las barreras de entrada son absolutas.

Las ciudades europeas deben encontrar la manera de gestionar las hordas de turistas y elevar su seguridad. No tiene sentido no cobrar los accesos a las plazas más bonitas o los puertos en temporada alta y, como cualquier economista diría, el precio es una buena manera de distribuir un recurso escaso. Tampoco hay nada de malo en imponer impuestos que ayuden a costear nuevas instalaciones de transporte o formas mejores de gestionar el flujo de personas, pero sería un error tremendo querer limitar las cifras o permitir a los manifestantes que los turistas no se sientan bien recibidos. No hay ningún problema por ser un parque temático gigante. Podría ser la mejor baza del continente.

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