
La elección de Macron como presidente de la República Francesa ha tenido muchas consecuencias ya que uno de los primeros aspectos abordados ha sido la política exterior, especialmente la comunitaria. En este sentido, ya nos preguntábamos, si se volvería a establecer el eje franco-alemán, pues parece que la canciller alemana Angela Merkel, ha recogido el testigo.
Merkel considera la creación de un presupuesto común para la eurozona y está abierta a la idea de un ministro de Finanzas para la unión monetaria, tal y como defiende el presidente francés, Emmanuel Macron.
La Unión Europea (UE) es uno de los casos de integración política y, sobre todo, económica, más avanzados del mundo. Con el paso de los años ha evolucionado desde un mercado común hasta una unión económica y monetaria que tiene como principales características un arancel aduanero común frente a terceros países, la libre circulación de personas, mercancías y capitales y una moneda común, así como una política económica y monetaria también común.
Dicho esto, la UE nació con problemas que a día de hoy no se han solucionado, especialmente debido a que los estados miembros no quieren perder aspectos de soberanía a favor del modelo común. La pérdida de soberanía afecta tanto a la política exterior (para el conjunto de países de la UE) como a la política monetaria (para los países de la eurozona).
La creación de la moneda común en 1999 representó la más profunda de las cesiones de soberanía de los Estados nacionales a la esfera comunitaria, pero los miembros conservan considerable autonomía en áreas claves, como la política fiscal. Es posible, entonces, la aparición de desequilibrios "nacionales" en cuestiones críticas como la deuda pública y desvíos de los costes y precios internos respecto de los prevalecientes en el resto de la UE.
A medida que el sistema amplió su espacio geográfico, fue incorporando realidades nacionales muy distintas en los niveles de desarrollo de los países miembros. En las capacidades de sus estructuras productivas, de generar y asimilar el conocimiento, y de sus dirigencias privadas y públicas, de administrar los recursos en definitiva. Las asimetrías se reflejan, por ejemplo, en el PIB per cápita y en el saldo del comercio exterior. La crisis financiera global agravó los problemas. El salvamento de los bancos y las medidas conexas aumentaron la relación déficit fiscal/PIB de toda la UE; aumento que fue aún mayor en varios países, los considerados vulnerables o periféricos.
Estas circunstancias condicionan la competitividad de cada país dentro de la UE y frente al resto del mundo. Las normas de la UE y, en particular, el euro, imponen una disciplina común a realidades muy distintas. De allí los desequilibrios prevalecientes en varios países y las dificultades para restablecer su estabilidad y crecimiento. En situaciones semejantes, los Estados nacionales realizan el ajuste por dos vías principales: la devaluación de su moneda y la reducción del déficit fiscal. El primer pecado original de la eurozona fue creer que una unión monetaria podría ser viable sin necesidad de crear, al mismo tiempo, una unión fiscal.
El Tratado de Maastricht creía, erróneamente, que imponiendo unas reglas para disciplinar el déficit fiscal (3% del PIB) y la deuda (60% del PIB) no haría falta una red de seguridad fiscal para hacer frente a la posibilidad de un impago de deuda de sus estados miembros. Ahora, varios de ellos, sin crecimiento y con inflación negativa, aumentan sus niveles de deuda mientras están obligados a cumplir sus objetivos fiscales, que reducen su crecimiento e inflación, aumentando todavía más su deuda. Mientras, los que están mejor no aumentan su demanda interna para compensarlo bajo la idea de que existe una austeridad expansiva. Su única alternativa es que todos sus trabajadores hagan una devaluación interna, reduciendo sus salarios o emigrando a otro estado miembro.
Por otro lado, desde finales de 2009, el miedo a una crisis de deuda soberana comenzó a crecer entre los inversores como consecuencia del aumento de los niveles de deuda privada y pública en todo el mundo. La estructura de eurozona como una unión monetaria (esto es, una unión cambiaria) sin unión fiscal (esto es, sin reglas fiscales ni sobre las pensiones) contribuyó a la crisis y tuvo un fuerte impacto sobre la capacidad de los líderes europeos para reaccionar. Los bancos europeos tienen en su propiedad cantidades considerables de deuda soberana, de modo que la preocupación sobre la solvencia de los sistemas bancarios europeos o sobre la solvencia de la deuda soberana se refuerzan negativamente.
Cuando hablamos de presupuesto, la UE no tiene un papel directo en el establecimiento y cobro de impuestos: cada Estado, y no la UE, es quien decide la cantidad de impuestos que pagan sus contribuyentes. El papel de la UE consiste en supervisar las normas fiscales nacionales para garantizar que sean compatibles con las políticas europeas que fomentan el crecimiento económico y la creación de empleo, garantizan la libre circulación de mercancías, servicios y capitales en el mercado único de la UE, velan por que no se favorezca injustamente a las empresas de un país sobre sus competidores en otros países y garantizan que los impuestos no discriminen a los consumidores, trabajadores o empresas de otros países de la UE.
Las decisiones fiscales de la UE requieren la unanimidad de todos los Estados miembros. De ese modo se garantiza que se tengan en cuenta los intereses de cada país.
La UE tampoco interviene a la hora de decidir cómo se gastan los ingresos fiscales en cada Estado miembro. Sin embargo, debido a la creciente interdependencia de las economías de la UE, los países con un gasto muy elevado y que se endeudan en exceso pueden poner en peligro el crecimiento económico de sus vecinos y socavar la estabilidad de la zona del euro.
La adaptación de un presupuesto común para todos los socios, reforzaría el control del gasto y de la deuda por parte de todos los miembros y, como consecuencia, esta mayor disciplina se traduciría en mejores resultados económicos.