La postcrisis se ha convertido en una suerte de ajuste de culpas, cuentas y penitencias aún incompleto. No sólo se purgan, con retraso, ciertos desaciertos y desmanes que agravaron la larga etapa de declive económico. No sólo se ha destronado al fin a numerosos corruptos de su aura de falso prestigio y se han destapado tramas dignas de sonrojo.
También se ponen ahora en la picota algunas medidas tomadas para, supuestamente, aplacar los efectos devastadores que sobre las cuentas públicas tuvo la grave crisis que azotó con fuerza a la economía española. Es el caso de la amnistía fiscal de 2012, declarada nula la pasada semana por el Tribunal Constitucional.
Desde estas mismas páginas se denunció reiteradamente el negativo componente de riesgo moral que suponía la medida, difícil de justificar, además, ante un contribuyente que soportaba fuertes recortes, subidas fiscales y que se levantaba todas las mañanas prácticamente como ahora, con un nuevo y estratosférico caso de corrupción y connivencia.
Aducían el viernes destacados miembros del partido en el Gobierno que la decisión se tomó en un momento crítico en el que era preciso reconducir las cuentas de un país al borde del rescate. No es tanto así. España ha incumplido sistemáticamente el déficit marcado por Bruselas, con y sin una amnistía fiscal que, por cierto, recaudó mucho menos de lo previsto. Es cierto que la regularización permitió aflorar rentas que escapaban al fisco, pero también lo es que algunos beneficiarios de ese premio tributario coparon las portadas de la vergüenza mientras el castigo de los ajustes recaía en el ciudadano diligente.
La amnistía es un agente más de la desafección y la crispación social, y su caída es un símbolo en el reino del doble rasero, del agravio y de las recompensas mal conferidas. El Gobierno que la impulsó puede arrogarse, eso sí, un mérito: convertirla en la última.
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