
El Consejo de Gobierno del Banco Central Europeo (BCE) ha dado un golpe de timón a la política monetaria, aunque como siempre lo hace de una forma sutil y contentando al consenso de mercado.
En esta ocasión, el presidente Mario Draghi ha decidido empezar a poner fin a la política monetaria ultra-expansiva a la que ha sometido a la eurozona desde 2015 con unos resultados francamente discutibles: un exceso de liquidez en máximos históricos de 1,17 billones de euros, un sistema bancario donde no se ha llegado hasta sus últimas consecuencias en la valoración a precios de mercado de los activos dudosos y sus correspondientes provisiones o donde la fragmentación financiera de la Eurozona apenas se ha reducido con la ficción del dinero gratis.
Los próximos meses son decisivos para emprender un camino necesario para la economía europea pero donde el peso del BCE irá disminuyendo. Al menos ya se han conseguido dos cosas: por un lado, un viraje hacia la normalización monetaria y, por otro lado, el reconocimiento que desde la política monetaria no se puede forzar constantemente a los agentes económicos a ir hacia objetivos que no son deseados.
No es cierto que no haya demanda de crédito solvente. Sí la hay. Pero se está canalizando por otras vías: recurriendo al ahorro personal, nueva tecnología financiera o el acceso a los mercados de capitales. Es mejor poner en cuarentena el modelo tradicional de relación entre crédito y PIB y el "gap de crédito" que en el caso de España alcanza casi el 50% con respecto a la tendencia de la ratio crédito/PIB.
Para emprender el camino de la normalización, Draghi poco a poco va adoptando el discurso y las formas de la presidenta de la Reserva Federal Janet Yellen. En este sentido, Draghi va convergiendo en una misma estrategia que el resto de los banqueros centrales relevantes, comprando dos argumentos macroeconómicos difíciles de justificar pero que actualmente son la tendencia en el consenso de economistas: un período prolongado de inflación baja respaldado por un cambio estructural en el precio del petróleo y una debilidad estructural de las economías que provoca la formación de "bolsas de ahorro" que no se transforman ni en inversión ni en oferta de crédito.
Tomando el primero de los puntos asumidos por la política monetaria del BCE, es notable que la inflación esté lejos de las cotas alcanzadas antes de la crisis de 2007, lo cual no es óbice para pensar que no exista una sorpresa inflacionaria en un futuro próximo. Una vez más se toma como indicador de inflación el IPC (tasa de inflación en el cual sólo registra una parte de todos los precios de la economía, ignorando lo que está sucediendo en los índices bursátiles, precios de la vivienda y el resto de activos tanto reales como financieros.
Con razón aparente afirmó Draghi hace unos días que "no observaba riesgo de burbujas" en los mercados financieros. Es evidente que está intentando estudiar una realidad con un instrumental inadecuado. La inflación es evidente que no es baja (¿baja con respecto a qué?); sólo hay que mirar el comportamiento de la inflación subyacente en torno al 1% (0,9% es el último dato de mayo de 2017).
Por otro lado, la tesis del "estancamiento secular" unido al envejecimiento de la población y el "nulo crecimiento de la productividad" se consagra como la idea clave para justificar un período prolongado de tipos de interés artificialmente bajos. Pero la realidad del mercado es muy distinta. La productividad no se observa a nivel agregado pero sí a nivel sectorial, por tamaño de empresa o por segmento de mercado. Ahí es donde en paralelo también se observa un crecimiento de los salarios y, por tanto, de la renta disponible de las familias.
Los salarios
Por cada incremento de un 1% de la productividad, se observa en Europa que en sectores como el turismo o la automoción (datos últimos de Eurostat), los salarios nominales crecen un 1,6%. Si bien es cierto que comparado con la media histórica es un proceso de contención salarial, no es menos cierta la necesidad de que esto continúe, ya que en términos reales estos sectores están ganando competitividad real.
Teniendo en cuenta la poca capacidad que hay de intervención sobre la actividad económica, es el momento idóneo para que el BCE pueda retirarse a sus cuarteles de invierno para vigilar los desequilibrios que su propia política han creado y aquellos que no ha arreglado como los problemas de solvencia que aún hoy siguen apareciendo en el sistema financiero europeo.
Dentro de los retos pendientes que deja esta política monetaria, uno sin duda es lo que han puesto de relevancia casos como el de Banco Popular -que a juicio del vicepresidente Constancio no tenía un problema de solvencia, lo cual arroja sombras sobre la conveniencia de haber borrado de un plumazo 11.000 millones de fondos propios, o el rescate público del Monte dei Paschi, los cuales enfatizan que la reestructuración del sistema financiero no está completada y que el grado de madurez que en este momento tiene la Junta Única de Resolución (SRB) para intervenir entidades no está a niveles deseables. Aunque la normalización monetaria se abra paso, el BCE no perderá su condición de "prestamista de última instancia" y, sobre todo, su posición de regulador máximo.