
En uno de los mandatos de Sagasta, le presentaron la denuncia que sobre la corrupción administrativa firmaban doscientos madrileños honestos. Aquél cínico se limitó a decir ¡Ah! Pero ¿es que quedan todavía en Madrid doscientos ciudadanos honrados?
Ni que decir tiene que bastó aquella chanza para desarmar los ánimos de los denunciantes. Eran pocos y contagiados de la generalizada atonía ciudadana de la primera Restauración borbónica.
La España de la segunda Restauración borbónica ha devenido en una situación resumible en unos síntomas que arrojan una diagnosis muy grave. Una corrupción inacabable y la incapacidad de las instituciones para atajarla y sancionarla ejemplarmente. Junto a ello existe un desfallecimiento del Estado que ha provocado la paulatina pérdida de confianza en el funcionamiento de esas instituciones. Se evidencia además una ausencia de proyecto, de impulso ético, capaz de erradicar la gangrena que pudre los fundamentos del estado de Derecho. Junto a ello hay también una confusión entre el concepto de Justicia y el funcionamiento de tribunales constituidos en su nombre. Si la ciudadanía no media, no interviene, o no se manifiesta en contra de ello, se llegará a una situación de pérdida total de pulso que animará a depredadores del dinero público a seguir con sus prácticas y sus exhibiciones de cinismo e impunidad.
Una vez instalada la sociedad en esa situación será de todo punto imposible recuperar la ética pública, y la credibilidad de la Justicia. La corrupción y sus secuelas se entronizarán como hábitat permanente de nuestras vidas.
Kennedy en su discurso de investidura en 1961 se dirigió a sus compatriotas: "No preguntes lo que tu país puede hacer por tí; pregunta lo que tú puedes hacer por tu país". Esa es precisamente la cuestión prioritaria en la España de hoy. La ciudadanía tiene la palabra. El país, es decir la gente, sus problemas y sobre todo su futuro claman por una intervención ciudadana visible y notoria.