
La sentencia de Tomás Hobbbes (1588- 1679) "Auctoritas non veritas facit legem" (la autoridad hace la leyes, no la verdad), ha servido para que la voluntad del legislador haya primado muchas veces sobre todo. Cuando el Legislativo se ha constituido como consecuencia de unas elecciones democráticas, la primacía de la política sobre el Derecho quedaba sancionada y refrendada. En ese sentido la ley es la consecuencia de la voluntad de la mayoría y en ello radica su autoridad.
Sin embargo surge una pregunta: ¿tiene la voluntad política un marco de valores, referencias y pautas a la hora de legislar o simplemente es su voluntad? La aparición de las constituciones son ese marco de referencia en torno al cual se eleva el Estado de Derecho, porque suele contener enunciados de validez universal sancionados como tales por la aprobación del demos y el asentimiento general y universal.
El dilema se plantea cuando puede constatarse que las leyes elaboradas por el legislador entran en colusión con los principios normas y contenidos articulados de los textos constitucionales. ¿Quién dirime el pleito? ¿El Tribunal Constitucional exclusivamente?
La aparición en las dos postguerras mundiales de las llamadas constituciones rígidas ha supuesto la culminación del Estado de Derecho, en la medida en que dichas constituciones incorporaban los DDHH y los tratados que los desarrollan. En ese momento los tres Poderes del Estado, incluido el Legislativo están subordinados al Estado de Derecho. Las Leyes, en consecuencia, son exigibles y cumplibles en la medida en que desarrollan y no entran en colusión con los fundamentos del Estado de Derecho.
En el caso de la Constitución de 1978 el Título I expresa lo que el Estado de Derecho no puede obviar. Por eso los tribunales públicos deben priorizar, a la hora de sus sentencia y dictámenes, la primacía de los contenidos del Estado de Derecho sobre las leyes y conductas que permiten su vulneración, olvido o incumplimiento.