
Muy a mi pesar, hace unos días, en plena hora punta de la tarde, a la salida de los colegios, me tocó presenciar una bronca a grito pelado entre dos mujeres en un autobús atestado de gente.
La más mayor increpaba a la otra porque había sentado a su hija en un asiento reservado "por el gobierno" (sic) a embarazadas y personas mayores, cuando había un anciano justo al lado al que no le había quedado más remedio que quedarse en pie. A su juicio, dado que la menor no pagaba el billete, no tenía derecho a sentarse. Menos aún, claro está, en aquel lugar. En opinión de la airada madre, que no dudó en subir el tono de voz para contestar, su hija sí tenía ese derecho porque "se lo ha dado el gobierno (sic), que es el que ha decidido que pueda usar gratuitamente el transporte público".
La mayoría de los viajeros asistíamos estupefactos el espectáculo, incluido el abuelo, que seguía en pie, por cierto, pero unos cuantos decidieron sumarse a la discusión, argumentando con "sesudas" razones acerca de cuál de los dos derechos, concedidos por el gobierno, por supuesto, prevalecía sobre el otro.
La tangana entre ambas, al margen del mal gusto, revela hasta qué punto hemos interiorizado nuestra dependencia de los poderes públicos. Bramamos contra los políticos y los colocamos en el pódium de los grandes problemas que aquejan a los españoles cada vez que el CIS nos pregunta, pero no dudamos en hacerlos responsables en esas mismas encuestas de nuestra vida y hacienda, las hipotecas que hemos rubricado con nuestra firma, nuestro futuro y hasta la propia felicidad.
¿Dónde quedó la voluntad del individuo, la libertad? Por lo visto, habrá que resignarse también a que sean ellos los que intervengan en las formas en las que debemos comportarnos frente a nuestros semejantes. Hasta tendrán que fijar por ley las normas de urbanidad.