
El último informe PISA sobre el nivel de los alumnos españoles en tres materias ha provocado las controversias que, salvo raras excepciones, están sesgadas por las filias y fobias políticas y mediáticas más viscerales.
El que los alumnos españoles mejoren en lectura es algo positivo que apenas palia el que en matemáticas y ciencias sigan en una situación de estancamiento. Se reclama mayor inversión pública en educación, mejor capacitación del profesorado y una mayor atención a las condiciones y dotaciones de los centros educativos. Sin embargo, y estando de acuerdo, hay una cuestión que considero objeto de una reflexión lo más alejada posible de la coyuntura política y mediática.
Hay una corriente de opinión que considera a la escuela como el instrumento por antonomasia para educar en valores, asentar referencias culturales y provocar en el alumnado hábitos de estudio y de interés por el entorno en el que vive. Una persona nueva para una sociedad nueva. Hay que objetar que el objetivo de cambiar a través de la escuela es una entelequia, máxime cuando la sociedad en la que la escuela se inscribe se caracteriza de manera más que notable por su instalación cotidiana en los contravalores a los que el sistema educativo dice servir. La escuela no cambia la sociedad, es ésta la que conforma a aquella otra.
El informe PISA señala un dato que abona lo anterior. Son las comunidades autónomas más retrasadas económica, social y culturalmente las que ocupan los últimos lugares en la lista. No es una maldición o una especial idiosincrasia, sino un problema político de primera magnitud que atañe también a las familias, los formadores de opinión, los militantes de la cultura y especialmente a la entronización de unos contravalores de vacuidad, hedonismo consumista, cultura del pelotazo y, sobre todo, el uso de las magnitudes mercado, competitividad e imagen estadística, como fundamentos indiscutibles de lo que torticeramente denominan Modernidad.