A parece otra vez la alarma sobre el gasto de las pensiones. No es nada nuevo. Se viene alertando sobre ello desde hace años, y muy especialmente desde la última modificación de 2011 que comenzó a aplicarse en 2013. Unas modificaciones que afectaban específicamente a tres aspectos: elevación de la edad de jubilación de los 65 a los 67 años; ampliación del cómputo de la pensión de 15 a 25 años, con el aumento desde los 35 a los 37 años para lograr el cien por cien de la base reguladora; y la incorporación de un factor de sostenibilidad con una evaluación quinquenal del sistema público que se acompaña con las correcciones paramétricas correspondientes para asegurar la sostenibilidad del sistema.
El objetivo no era otro que evitar la quiebra del sistema a corto plazo y dejar el verdadero problema en el futuro. Así, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero pasó el asunto al siguiente de Mariano Rajoy y este, aún en funciones, y próximamente quizás ejecutivo, parece que lo confía todo a la creación de empleo, sin constatar que se trata de un grave problema estructural que ya está con toda su crudeza encima de nosotros.
En estos días la realidad de las cifras han vuelto a poner sobre la mesa la urgencia de resolver algo que no requiere más dilaciones. El junio pasado ya se totalizaban unos 9,5 millones de pensionistas, con una pensión media por encima de los 1.000 euros mensuales. La Seguridad Social tuvo que responder con casi 8.500 millones de euros a las pensiones contributivas, que de junio a junio crecieron por encima del 3% entre 2015 y 2016. Independientemente de que la hucha de la Seguridad Social se vacíe progresivamente, su déficit global puede superar este año los 18.000 millones de euros, por encima del 1,6% del PIB. Lo que establece una losa adicional a la hora de estabilizar las cuentas del Estado de acuerdo a los requisitos de Bruselas.
Dejarlo todo al crecimiento del empleo no basta. Es confiar demasiado en un ciclo económico altamente inestable. Si el mayo pasado la afiliación a la Seguridad Social crecía a un excelente ritmo anual del 2,6%, y las cuotas lo hacían incluso por encima al 2,8%, se hundían a su vez las cuotas de los desempleados en un 8%, a la vez que el gasto en pensiones aumentaba el 3,3%. No hace falta ser un gran experto en estadística para ver que algo falla en el sistema. Y lo que falla no es otra cosa que el ya antiguo y permanente problema demográfico de España.
Un problema que el primer Gobierno de la era Zapatero trató de paliar abriendo las fronteras a todo aquel que quisiera venir a trabajar a nuestro país. Eran los tiempos de la creciente burbuja inmobiliaria en los que aquel Gobierno se jactaba se haber legalizado a más de 700.000 extranjeros. Las cifras, sin embargo, hoy no ocultan el serio problema de la pérdida de población en nuestro país.
Hace unos días el Instituto Nacional de Estadística publicaba las proyecciones de evolución de la población residente en España hasta enero de 2031 y la situación en 2066. Según esto la población española irá decreciendo y estará más envejecida. En concreto, se prevé que España pierda 5,4 millones de habitantes desde 2016 hasta 2066. Todo, con la llegada de 3,1 millones de migrantes extranjeros que arribarán a nuestro país, y los hijos y nietos que tendrán si aquí se quedan.
En ese período, 12 comunidades autónomas y 39 provincias perderán población. Con la circunstancia de que durante este medio siglo a venir habrá más muertes que nacimientos en España todos los años. En concreto, morirán 8,4 millones de personas más de las que nacerán. Con el drama de que, en 2016, 33 provincias tendrán más muertes que nacimientos. Dándose la curiosa circunstancia de que, por ejemplo, Melilla tendrá más población que Soria ya en 2019; y que Ceuta será mayor que esa provincia en 2021. Hechos que quizás alienten un cambio en la Ley Electoral para ajustar el número de diputados en el Congreso de acuerdo con la población.
Se viene hablando de un nuevo Pacto de Toledo obviando estas realidades. Lo necesario, sin embargo, es abordar el problema desde dos ángulos antes de que estalle con toda su crudeza. Lo primero, implantar políticas de ayuda a las familias. Lo que requiere ir más allá de la simple conciliación. Se trata de algo más profundo, que facilite la estabilidad familiar y nuevas políticas de natalidad.
Lo segundo, abordar de una vez por todas un esquema de pensiones nuevo, que escape del reparto con prestación definida basado en un sistema de fondo de reserva que no contempla las fluctuaciones demográficas. Se trata, por el contrario, de facilitar la libertad de los contribuyentes de manera que elijan el sistema de pensiones que libremente deseen, donde las pensiones contributivas obligatorias estén autofinanciadas. A lo que hay que añadir la necesidad de un sistema donde la transparencia, la simplicidad y la credibilidad estén fuera de las pugnas políticas. Todos ahora, y las generaciones futuras después, nos jugamos mucho con este importante asunto.