
Apelan a las vísceras porque tienen pocos o ningún argumento con el que provocar la reacción de nuestro cerebro. Es también mucho más sencillo: para qué devanarse los sesos construyendo una estructura política, para qué hacer pedagogía, por qué encontrar un liderazgo convincente.
Nos dejamos llevar por sus proclamas porque hemos crecido desde la cuna entre algodones, porque hemos interiorizado la vana ilusión de que nuestra vida será más sencilla y más cómoda si nos dan todo hecho. Es la razón que subyace tras el auge de los populismos extremos en todo el continente.
En la Austria rica y próspera, se asustaron ante la masiva llegada de refugiados y han buscado asilo en la derecha nacionalista. A los griegos, Tispras les prometió felicidad y opulencia a cambio del voto a Syriza. Hoy se mantiene el corralito y la deuda por pagar. En Gran Bretaña, triunfó el Brexit por temor a repartir la pensión con el fontanero polaco o el camarero rumano. Y el último aviso viene Alemania, del mismísimo corazón político de Europa, donde la derecha moderada puede acabar batiéndose en retirada ante el auge de la extrema.
¿Estamos a tiempo de frenar la oleada populista? Esa es la incógnita. Las causas las conocemos, las consecuencias también, aunque miremos hacia otro lado porque no queremos verlas. El modelo europeo, el del bienestar socialdemócrata infinitamente creciente, ha tocado techo. Es un problema estructural. Pero nadie se atreve a decirlo por temor a ser devorado por su propia sentencia.
La huida hacia delante, hacia la demagogia, no es más que otro modo de escapar que nos hundirá los pies en el barro. Más tarde o más temprano, con más o menos dolor, Europa tendrá que enfrentar sus retos: la edad de su población, el sistema público de asistencia, el reto de la globalización. El resto no es más que una salida en falso, pasos atrás que nos hacen bailar, cada día, sobre el filo de la navaja. Ahí es donde más les gusta vernos a los populistas, esa es su ventana de oportunidad: la del miedo.