Fueron pocos los que alzaron la voz cuando, de sopetón, los caminos de Europa se vieron saturados por miles de personas dolientes y hambrientas que huían del infierno en Oriente. Lo políticamente correcto era abrir las puertas, sin hacer preguntas, y ofrecer un futuro nuevo a todo el que hiciera soñar el timbre. La verdad oficial que dictaban los grandes medios de comunicación había dibujado ya el perfil de esos seres humanos acongojados: hombres y mujeres de bien, que escapaban del terror Yihadista. No cabía matiz alguno.
Hoy, un puñado de meses después, el augurio de aquellos "agoreros", tachados de ultraderechistas, se ha hecho realidad: entre las masas en busca de refugio se escondían fanáticos asesinos dispuestos a atentar a la menor oportunidad y también terroristas en potencia. Algunos han sembrado ya de violencia y muerte las calles de grandes ciudades de Europa, pero aún hay que andarse con cuidado y poner muchos paños calientes a la hora de dar la alarma.
El populismo bien pensante te tachará de monstruo si les rechazas, el mal pensado té llamara suicida si no construyes muros. Pero no es ni lo uno ni lo otro porque la realidad ni es blanca ni negra. Lo importante es dar con el justo término, la adecuada combinación entre bienestar, libertad, acogida y seguridad, ese equilibrio que no supieron o no quisieron hallar Ángela Merkel con su política de brazos abiertos ni el presidente húngaro tratando a los inmigrantes como delincuentes.
Es más sencillo ir a remolque que nadar contracorriente, las soluciones fáciles suenan atractivas, pero no somos niños como pretenden nuestros dirigentes ni como a nosotros mismos nos gusta sentirnos cuando el miedo nos atenaza. El día menos pensado, miraremos de nuevo al mundo y veremos la rica gama de matices que muestra la realidad. Ese día caeremos en la cuenta de que la burbuja populista ha explotado ya. Se irá tal y como ha venido. Ojalá sea pronto porque cuanto más tiempo viva entre nosotros más daño hará.
