
No hay mejor forma de conocer el concepto que tienen nuestros políticos de los ciudadanos que convocar unas elecciones. En cuanto huelen la papeleta, comienzan a llamarnos tontos a la cara. A veces, incluso, antes. Con disimulo, eso sí.
No olvidemos que lo único que buscan es mantener su puesto de trabajo, así que, entre halagos y zalamerías, todo vale para hacerse con nuestro voto. Y después si te he visto no me acuerdo. Lo bueno, en esta ocasión, es que les va a resultar más difícil engañarnos. Aún está muy fresco en nuestra memoria el 20-D y el bochornoso espectáculo posterior al que todavía asistimos atónitos.
¿Qué queda de las promesas que nos hicieron en Navidad? No queda nada. Unos venden regeneración, otros cercanía, otros estabilidad... Y lo único que hemos visto en las últimas semanas es una lucha descarnada por el poder. Poder para nada, porque ¿qué proyecto de país tienen sus señorías? ¿Cuál es la España con la que sueñan? ¿Cuáles son los medios, las políticas que pondrían en marcha para alcanzar ese modelo de país? Preguntas sin respuesta.
Ni siquiera en los programas con los que concurren a los comicios se dibuja ese ideal de Estado, son una sucesión de medidas a veces inconexas, cuando no contradictorias y utópicas. Solo deja un acuerdo unánime en las Cortes la breve legislatura que agoniza: el pacto para mantener los privilegios y ocupaciones extraparlamentarias de los diputados, entre ellas la tele, esa que no falte.
Hoy comienza la cuenta atrás hacia las próximas elecciones y me temo que la abstención, el voto de protesta, va a ser histórica. Y de los que todavía, resignados, acudan al colegio el 26-J, muchos lo harán con la nariz tapada. En esto han convertido los partidos, los nuevos y los viejos, lobbies al fin y al cabo, nuestra joven democracia.