Firmas

De rebajas o revisiones a la baja

  • Es insultante que el Estado se quede con el 40% de los salarios

Habiendo tenido una inmejorable oportunidad para evitar errores, trucos o medias tintas y afrontar con seriedad, eficiencia y decisión diversas reformas drásticas, tanto en el terreno económico como en el político, muy necesarias tras los diversos despropósitos emprendidos en las dos legislaturas anteriores de Rodríguez Zapatero, el PP de Mariano Rajoy y de quienes han velado y pensado más por sus intereses que por lo necesario y adecuado para el progreso y desarrollo de nuestra sociedad, recogen ahora los frutos de su lentitud, falta de arrojo o convencimiento; y de no querer enfrentarse, en términos prácticos e ideológicos, al pensamiento único, ese que todo lo resuelve con más y mayor intervención política, gasto, liquidez y -siempre- con pérdidas de libertad.

No negaré que entre 2012 y 2015 se han acometido una reforma laboral de medias tintas y dudosa determinación, al menos por lo visto en lo que a interpretaciones de los tribunales laborales en los contenciosos planteados se refiere, y un arreglo, que no solución, pues precisa de nuevos retoques y cambios para salir adelante (incluidas revisiones de los restos de antiguas cajas que aún dan dolores de cabeza y de otras que todavía andan en manos de políticos autonómicos de forma más velada), del sistema financiero que había colapsado y al que las directrices socialistas habían proporcionado un mal apaño que casi nos cuesta un disgusto de dimensión mayor.

También ha habido tímidas reestructuraciones en algunas partes de la Administración (algunos organismos públicos y pocas empresas públicas) que son meros retoques frente a lo que nuestra economía precisa. Es ésta la mayor y más importante reforma, la de toda la Administración Pública, que ningún partido está dispuesto a acometer en la dirección adecuada: leyes que limiten y topen no sólo el gasto público de todas las administraciones, sino la presencia, legislación e intervención de los poderes públicos, de las autoridades, en nuestras vidas cotidianas. Ello debiera entrañar la reducción y reforma simplificadora de todo nuestro aparato fiscal y recaudatorio.

Resulta insultante, y confiscatorio, para los ciudadanos españoles que, según datos de la OCDE, en término medio, el Estado se quede con el 40% de nuestros salarios, sólo mediante el IRPF y las contribuciones sociales (trabajador y empresario). Añadamos IVA, IBI, impuestos especiales, otros impuestos indirectos, tasas, patrimonio, sucesiones, etc., y ya me dicen si, con todo eso, el Estado sistemáticamente incurre en déficit (en 2015 56.608 millones más de gasto) y lleva nuestra deuda al 100 por cien del PIB, si realmente algo no va mal cuando los ciudadanos encima jaleamos o votamos propuestas, en todos los partidos, animando más gasto (algunos de 90.000 millones más) y continuación de tal situación (prórrogas de déficit y deuda).

La reforma de la Administración, inseparable de la reforma del mercado único, debería resolver problemas como la distribución comercial y su liberalización y competencia, o el abastecimiento de agua, energía y comunicaciones a todo el territorio nacional. Una verdadera introducción de competencia en los mercados de energía (donde algo se ha hecho para reducir el déficit eléctrico, pero no el del gas) y de telecomunicaciones debería facilitar el acceso a unos servicios de mejor calidad y a menores precios para la población, en asuntos en que, pese a algunas cifras, mostramos retrasos importantes.

La reforma del sistema educativo, una centrada en la libertad de las personas y en la que se impongan y recompensen el esfuerzo, la responsabilidad, el conocimiento o el trabajo personal y los valores que defienden al ser humano y su libertad, tanto para alumnos como para profesores (con sistemas de selección y evaluación exigente y más independiente), se presenta como una quimera en España. Más independencia y libertad para los centros y las familias, auténticos portadores de tales derechos de educación y enseñanza, y, si se quiere, un sistema de financiación pública que los prime y respete y, si acaso, sistemas de evaluación nacionales para superar determinados ciclos o niveles, son necesarios si queremos progresar y mejorar.

Finalmente, debe cambiarse por completo, devolviendo a manos de los trabajadores sus derechos y lo que es suyo (contribuciones sociales sobre sus salarios, ahora en manos de gobiernos, sindicatos y patronales), el sistema de seguridad social que está quebrado técnicamente (compromisos y obligaciones superan con mucho los ingresos previstos) desde hace décadas, incluso cuando existía solvencia de caja.

Por desgracia, no hay proyecto político de gobierno que lidere de verdad, no en palabras, estas reformas o cambios, ni siquiera que las planteé ideológicamente. Todos, crecientemente según se etiqueten más de progreso y cambio, nos conducen al retroceso y el fracaso que ya conocemos por la historia.

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