
Un año y medio después de comenzar a escucharse, amplificado por potentes focos mediáticos, el eslogan del fin del bipartidismo, aquí estamos: con dos fuerzas parlamentarias en el Congreso, las más votadas, que sumarán el 60% de la Cámara Baja y que superan en más de cuatro millones de papeletas a los partidos de reciente implantación, autodeclarados como ganadores de este partido decisivo. Para estar muerta, la preponderancia de PP y PSOE se conserva muy aceptablemente.
De tanto escuchar frases hechas y consignas dirigidas al hipotálamo de los votantes, hemos llegado a creernos cosas repetidas mil veces que no son ciertas por mucho que se retuerza el análisis. El bipartidismo no es un monstruo antidemocrático, "el sistema del turno" como despectivamente lo califica el líder de Podemos, lo decidieron los ciudadanos durante décadas y la mayoría absoluta no es ningún atentado a los principios éticos ni morales. Decir lo contrario es una estafa al ciudadano, como lo es afirmar que los españoles han elegido un cambio en el modelo territorial (Iglesias dixit) o que el pueblo ha elegido mayoritariamente la nueva política (Rivera dixit). Los votos son los votos, y su sentido no se puede alterar.
El domingo no murió el bipartidismo, sino el socialismo tal y como lo conocíamos, porque se ha partido en dos y ha nacido uno nuevo de la costilla del PSOE. De sus múltiples almas alumbradas en esta etapa peculiar de nuestra historia política dependerá la ahora impensable estabilidad que permita mantener un rumbo cara al futuro como proyecto colectivo de todos los españoles. De la grandeza y la altura de miras de los dirigentes actuales, tan bisoños y descarados en general, dependerá ese horizonte estable que merece el país. El optimismo ante ese reto es escaso, pero hay que exprimir las exiguas posibilidades de que goza.
Rajoy precisará, si ningún grupo le presta su apoyo expreso en una hipotética investidura, de 105 abstenciones en segunda votación. Cuarenta de ellas parecen garantizadas, las de Ciudadanos, lo que deja en 65 el número de diputados que permitirían el gobierno del ganador en minoría, propiciando así que no haya una parálisis institucional y el inicio de una legislatura muy breve y complicada. Siendo mala esa opción, es mucho mejor que el paso implacable de las semanas y semanas, modelo Cataluña, con un gobierno en funciones sin tomar las decisiones importantes que necesita la economía y la acción política. Resulta hoy impensable que esas abstenciones salgan del grupo que dirigirá Pedro Sánchez, alejado de Rajoy en lo personal y en lo político de forma irreconciliable, pero el error que ambos cometerían si ni siquiera lo exploran les metería de lleno en la historia más nefasta de la vida pública española. A los españoles no les interesa la fobia personal que se tengan, ni los prejuicios que uno sienta hacia el otro, sino los acuerdos que pueden alcanzar para salvar un match-ball gravísimo. Ya conciliaron en sus posiciones contra el yihadismo y en defensa de la unidad de España, por tanto imposible no es.
Los socialistas van a dejar que el presidente y candidato a la reelección se agote en su intento de ser investido, para entonces comenzar a pensar en un multipartito peligrosísimo en el que la primera condición será la de intentar arrasar la Constitución para que los catalanes decidan su autodeterminación. La ecuación es imposible porque sin esa cesión del PSOE a Podemos y ERC no habrá acuerdo, y si los socialistas ceden no habrá consulta porque es ilegal y cualquier cambio constitucional necesita al PP para ser culminado. O golpe institucional, o nueva frustración. Esta única alternativa real a la investidura precaria de Rajoy resulta, sólo con ser imaginada, como una tormenta de negros nubarrones que pondría en riesgo muchas cosas, y a ella se van a oponer destacados nombres del socialismo español con los que Pedro Sánchez tendrá que dialogar antes de lanzarse al vacío. Ya hemos escuchado hablar de pastiches, un término benévolo para definir la coalición resultante. Lo más descorazonador, con todo, es no poder mencionar la conveniencia de una Gran Coalición de las dos fuerzas mayoritarias sin que se escuchen carcajadas a tu alrededor. Felipe González y Susana Díaz deberían hacer recapacitar a los jóvenes dirigentes del PSOE sobre esa posibilidad, como muchos veteranos populares lo harían con el PP si hubiera quedado segundo con este resultado tan endiablado. Si la situación fuera a la inversa, esta columna defendería exactamente el mismo planteamiento. Sólo pensar las concesiones que Sánchez y Luena tendrían que hacer al populismo y al independentismo para ser investido el primero, aconsejan perder diez minutos para imaginar un pacto PP-PSOE. No hace falta retorcer mucho el análisis para entender que millones de españoles verían con tranquilidad ese acuerdo de estabilidad.