
E s un axioma en política que pocos hasta ahora han quebrantado en nuestro país. Y quienes lo han hecho, como Joaquín Almunia en las elecciones generales de 2000, quedaron noqueados sobre la lona. Desvelar el sentido de los pactos postelectorales antes de celebrarse la jornada de votación es en España es un sacrilegio político, aunque si lo analizáramos desde el punto de vista de la pureza democrática debería ser incluso obligatorio: el elector debe tener derecho a saber antes de votar hacia qué posible alianza se moverán las siglas a las que otorga su apoyo con el voto. El sufragio a ciegas es lo que se nos plantea, especialmente por aquellos partidos que no tienen ninguna posibilidad de ganar las elecciones pero sí de condicionar la acción de gobierno con su apoyo. No deberían negar a sus potenciales votantes la imprescindible información sobre sus posibles aliados.
De nada sirve insistir. El periodismo lo intenta una y otra vez, pero seguirá siendo en vano. Nadie desvelará cuál va a ser su posición después de abiertas las urnas y cuáles serán sus decisiones porque falta un dato clave: cómo será la aritmética parlamentaria. A las once de la noche del día 20 podremos ya conocer qué posibilidades matemáticas tiene el futuro Congreso, aunque nos quedará todavía un largo período de varias semanas hasta confirmar cuál de ellas se plasmará en la realidad. Para el PP, la meta del 30 por ciento y los 130 escaños parece resistirse, pero sería garantía de investidura y formación de gobierno de una forma más o menos tranquila, con algún apoyo crítico que sería asumible para Mariano Rajoy y para quien se lo otorgara.
La clave estará en el nombre del partido que ocupe el segundo puesto, y la distancia en diputados entre éste y el ganador. Si es Ciudadanos y la diferencia es menor de 40 parlamentarios, Albert Rivera buscará sus opciones para ser presidente una vez Rajoy haya constatado su incapacidad para garantizarse una mayoría que apoye su investidura. En muchas informaciones se evidencia una cierta obsesión de Rivera por llegar ya a La Moncloa, como si no tuviera aún por delante una prometedora carrera política y todo el tiempo del mundo. Se equivocaría si antepone ese deseo a la realidad de una situación forzada y no respaldada claramente por los ciudadanos.
Pero si Ciudadanos llega en tercera posición a la meta y la distancia entre PP y PSOE es amplia, estaremos ante una repetición del modelo de Madrid, la opción postelectoral que cuenta con más probabilidades: apoyo en la investidura con un voto favorable y control más o menos estricto del Gobierno desde una cómoda posición de oposición. Debemos descartar absolutamente la versión andaluza de este acuerdo PP-C?s, con un imposible Rivera sumiso a Rajoy como Juan Marín lo es a Susana Díaz, y también la versión riojana, con la aparente exigencia inquisitorial y poco democrática de Ciudadanos de liquidar la carrera política del cabeza de lista elegido por los votantes con su papeleta.
Como dijo Albert Rivera en el debate entre cuatro candidatos de esta semana, si Rajoy pierde su investidura habrá otras alternativas. En el escenario de una segunda posición del PSOE se abre la posibilidad de un pacto a múltiples bandas con apoyos y abstenciones variables según las necesidades. Los actores estelares serían los socialistas, Ciudadanos y Podemos, pero tendrían que retratarse de forma ostensible tras haber negado abiertamente posibles pactos entre ellos. Ese coste ya no se traduciría en votos inmediatos pero sí en los futuros a largo plazo.
Y especialmente lo asumiría Pablo Iglesias, que ha anunciado que condicionará cualquier pacto postelectoral a que el candidato a la investidura anuncie un referéndum de autodeterminación en Cataluña, una consulta ilegal y anticonstitucional para la que es necesario cambiar la Carta Magna. Pedro Sánchez podría ser presidente con este billar a tres bandas en forma de apoyo o abstención, cuyas consecuencias sólo podrían observarse con el paso de los meses.
Queda un último escenario que sería el más aconsejable en cualquier país con tradición democrática ancestral pero que en España resulta inconcebible. La gran coalición a la alemana garantizaría una gobernabilidad apoyada en una larguísima mayoría absoluta en escaños, pero ni los dos grandes partidos ni sus líderes tienen aún la mayoría de edad política como para planteárselo siquiera, la que sí han tenido los teutones para aparcar diferencias partidistas y empujar juntos hacia el interés general de sus ciudadanos.