Confieso a los lectores que la muy difundida fotografía de Aylan, el niño sirio -kurdo- ahogado en el mar Egeo, me ha impresionado, pero bastante menos que otras noticias o informaciones que no han tenido la ocasión de ser inmortalizadas en una imagen que dé vueltas al mundo. Aylan ha sufrido una tragedia mortal, pero ya descansa. Y sus asesinos remotos se entregan al escándalo farisaico.
Ahora mismo, en este preciso instante, mueren decenas de niños víctimas de bombardeos y violencia a causa de conflictos étnicos, religiosos, geopolíticos del petróleo o de las consecuencias derivadas de acciones occidentales. Son niños muertos, masacrados, asesinados, que no han merecido el protagonismo en esta ceremonia de plañideros y plañideras gubernamentales.
Son simplemente figurantes de cadáveres en esta película de horror cotidiano. Ahora mismo, en este preciso instante, millones de niños entre los cinco y diez años trabajan en régimen de esclavitud o semiesclavitud en minas, vertederos de basuras o en faenas insalubres y letales. Por no hablar de los que dedican su capacidad y esfuerzo laboral en talleres clandestinos de confección para afamadas empresas occidentales y españolas del prêt a porter. Ahora mismo mueren miles de niños a causa de epidemias y endemias curables con los medios de la medicina actual. Sin contar los que mueren a causa de esa otra enfermedad incomprensible: el hambre.
Todos esos niños no necesitan declaraciones, conmociones multitudinarias o editoriales de un día. Necesitan simplemente dos cosas: justicia en sentido estricto y el buen gusto por nuestra parte de erradicar la hipocresía farisaica. También necesitan de unas NNUU de estricta igualdad entre sus miembros y unos órganos de dirección emanados de alguna manera de la voluntad de las poblaciones. Pero sobre todo necesitan de fuerzas políticas, sociales y culturales que sepan ver más allá de los procesos electorales.
