
Con una reiteración cada vez más frecuente, se traslada a la ciudadanía la inquietud sobre el hambre en el planeta y las deficiencias nutritivas que afectan a un tercio de la población mundial. Los foros y los encuentros que organizan las multinacionales de la alimentación ponen el acento en el problema técnico-económico.
Pareciera como si el hambre, las epidemias o las condiciones de vida de la humanidad se debieran a la insuficiente y anticuada capacidad productiva. Como corolario de ello, y en sintonía con los presupuestos de la OMC, la mayor liberalización de los mercados y la entrada masiva de capital en el sector solucionarían el problema.
Es cierto que todavía hay millones de hectáreas susceptibles de labrar. Que en determinados lugares las técnicas son atrasadas o que el cambio climático incide negativamente. Pero también es cierto que, según la FAO, la producción agraria actual es capaz de alimentar a 12.000 millones de personas y que se tiran o destruyen miles de toneladas de alimentos a fin de mantener el equilibrio de los precios.
También afirma el citado organismo que el 90% de la producción alimenticia mundial reposa sobre estructuras de carácter familiar, las cuales tienen problemas con las multinacionales de créditos, abonos y de distribución. En consecuencia, estos productores están mediatizados en su relación con los consumidores por entidades impulsadas exclusivamente por el beneficio o la especulación.
No debe olvidarse la fuerte implantación de biocombustibles en tierras muy aptas para otros cultivos. No, no es un problema técnico sino político; un problema de poder económico y de intereses por encima de fronteras y Gobiernos. Se trata de resolver el conflicto a favor de uno de los dos contendientes: la soberanía alimentaria o la OMC. Un problema basado en la correcta o incorrecta aplicación de la Democracia. Como casi todos los problemas económicos y sociales.