
Cada vez que se acerca el día de cualquiera de las votaciones previstas en el calendario electoral, surgen voces campanudas que sueltan la misma cursilería "hoy es el gran día de la Democracia". A fuerza de reiterar ésta y otras simplezas ha quedado grabado en el imaginario colectivo que Democracia es, simplemente, el acto de introducir una papeleta en la urna correspondiente.
La Democracia es, en puridad, un convenio permanente entre seres libres e iguales para seguir conviniendo sobre los acuerdos, las condiciones y el momento de su contrato social. En ese sentido un orden democrático es un universo de ámbitos sobre los cuales la decisión del soberano es permanente en el transcurrir de fases y pasos previos.
Democracia: más que votar
Por ello, el momento de la votación no es nada si no va precedido de un proceso en el que la información exhaustiva, la participación permanente, la ausencia de excepciones sobre las que decidir (un recuerdo para el TTIP), la transparencia y la posibilidad de revocar a quienes no han cumplido constituyen los hitos imprescindibles en el camino a las urnas.
Desde ese punto de vista, la elección de nuestros representantes es el último acto de una serie de participaciones que deben ir precediendo el proceso democrático. Y de manera muy especial todo aquello que haga referencia a las grandes decisiones de la política económica.
La economía es un asunto demasiado serio para dejarlo en manos de economistas y mercados. Lo que ha ocurrido con el almibarado discurso europeísta y su culminación en la actual UE (que nada tiene que ver con lo teorizado) sumado a la perpetración del delito de lesa Democracia que constituye el anteriormente referido TTIP, avalan la necesidad de rescatar el concepto Democracia y aplicarlo en todo su exacto sentido.
Eso o seguir instalados en la feria de las vanidades en que se han transformado las campañas electorales, los sondeos y las gansadas de muchos candidatos y candidatas.