
No es un secreto que la economía mundial está pasando serios apuros. Europa está inmersa en una crisis cuyo origen es una unión monetaria y económica estructuralmente defectuosa. Estados Unidos, que está saliendo lentamente de una crisis financiera y de un desapalancamiento generalizado, afronta una desaceleración del crecimiento, un reiterado problema en el ámbito del empleo, un cambio desfavorable en el reparto de ingresos y unos retos estructurales con una acción política escasamente eficaz o decisiva.
En cuanto a las principales economías emergentes, el proceso de reforma de China está aparcado, pendiente de la transición de liderazgo de este otoño que cabe esperar que aclare los diversos intereses y las relaciones de poder. India, que ha perdido fuelle en las reformas, se asoma a una recesión económica y una posible pérdida de confianza entre los inversores.
La interacción y la mutua retroalimentación de estos problemas hacen que se extiendan al resto de la economía mundial. Y, lo que es peor, pese a la evidente sensación de que algo falla, la probabilidad de que se produzca un cambio importante es pequeña... y decreciente.
¿Qué justifica esta falta de acciones políticas en una amplia serie de países y regiones?
La postura de echar la culpa a un vacío de poder, un diagnóstico habitual en Europa. En otros lugares, sobre todo en Estados Unidos, se considera que las divergencias y las inquietantes políticas de suma cero frenan el surgimiento de un liderazgo político potencialmente competente.
Pero, sin recurrir a otros análisis, la falta de liderazgo se convierte en una explicación comodín. Lo que necesitamos saber es por qué el nuevo liderazgo político en democracias como Francia, Gran Bretaña, Japón y Estados Unidos ha generado tan pocos cambios.
Una segunda explicación plantea esta cuestión: aunque es necesaria una acción audaz, la complejidad de las condiciones económicas, y el desacuerdo sobre las respuestas políticas adecuadas, implica un riesgo de cometer graves errores. En estas circunstancias, los políticos profesionales y los decisores políticos son de la opinión de que cuanto menos, mejor. Desde este punto de vista, la aversión al riesgo refleja y consolida la divergencia existente entre los incentivos individuales (el deseo de ser reelegido, nuevamente nombrado o ascendido) y las necesidades colectivas (la solución de los problemas).
Una tercera respuesta es que los instrumentos políticos son sencillamente ineficaces en las condiciones actuales. Esta afirmación tiene cierto sentido. El desapalancamiento económico lleva su tiempo. La reinstauración de los modelos de crecimiento sostenible requiere años, no meses. Las expectativas pueden no coincidir con la realidad subyacente. Pero la falta de una rápida solución no significa que no pueda hacerse nada para aumentar la velocidad y la calidad de la recuperación.
Los intereses creados juegan también su papel. La innovación tecnológica y las potencias del mercado mundial han provocado un cambio decisivo en los ingresos a favor del capital y del 20 por ciento de la población de mayores rentas, a menudo a expensas de la clase media, los desempleados y los jóvenes. Los beneficiarios de estas tendencias han acumulado suficiente influencia política para mantener el statu quo y han resaltado las cuestiones del reparto, lo que generalmente ha merecido escasa atención en lo que se refiere a la comprensión de las respuestas políticas o de su inexistencia.
También hay explicaciones estructurales para la pasividad política. Los sistemas de gobierno y las estructuras constitucionales difieren en la medida en que exigen un amplio consenso para su actuación oficial, o bien un cambio de la orientación política en respuesta a los impactos o las condiciones cambiantes.
Algunos argumentan que en épocas de estabilidad funcionan mejor unos sistemas políticos más restrictivos, pero que en las condiciones volátiles que prevalecen actualmente fracasan. Otros defienden los Gobiernos restrictivos por su protección generalizada contra el derroche, la búsqueda de rentas y la interferencia con la libertad de elección; por ello, cuando es necesario inspiran el liderazgo capaz de obtener el consenso necesario para afrontar los cambios. Las altas vallas que deben superar para lograr cambios importantes en la orientación política obligan a los dirigentes a exponer un argumento sólido.
Ésta es una tarea inherentemente difícil en una época de cambios rápidos en la economía mundial, que ha dejado a muchos sin entender qué sucede y lo que implica para el crecimiento, la estabilidad, el reparto de los ingresos y el empleo. Ante dicha complejidad, no sorprende que los graves desacuerdos políticos desemboquen en largos debates y escasas acciones.
Además, los elementos tecnocráticos de gobierno deben mantener un equilibrio con la responsabilidad democrática. En todas las sociedades se nombra a individuos que cuentan con una formación especializada y una vasta experiencia para la realización de funciones técnicamente complejas. Su libertad de acción se ve limitada por el tiempo y los procedimientos de reelección, que determinan la naturaleza y el grado de responsabilidad de los dirigentes elegidos y del público. Puede existir muy poca libertad de acción (populismo) o muy poca responsabilidad (autocracia). El equilibrio necesario varía según las condiciones locales. Por ejemplo, muchos observadores de China creen que debe aumentar la responsabilidad en esta fase de su evolución económica, social y política. Otros argumentan que las democracias occidentales sufren el problema contrario: un exceso de intereses políticamente firmes y cerrados comporta una inversión insuficiente y un escaso número de compensaciones entre las oportunidades presentes y futuras y los resultados.
Esto nos lleva a un obstáculo crucial: la falta de confianza en las elites gubernamental, empresarial, financiera y académica. Es probable que la falta de confianza en las elites sea en cierta medida saludable, pero son muchas las encuestas que indican que está experimentando un rápido descenso, lo que seguramente aumenta la reticencia de los ciudadanos a delegar en la autoridad su supervivencia en un entorno económico mundial incierto.
La pérdida de confianza tiene probablemente muchas causas, entre otras el fallo analítico: los bancos centrales, los organismos reguladores, los participantes en los mercados, las agencias de calificación crediticia y los economistas fallaron casi todos ellos en la detección del creciente riesgo sistémico en los años previos a la crisis actual, y mucho más en la adopción de las acciones correctivas adecuadas. Pero una de las causas principales es la sospecha de que las élites sitúan sus propios intereses por encima de los valores sociales compartidos.
Las reivindicaciones de que nuestro liderazgo, nuestras instituciones, nuestros análisis o instrumentos políticos son inadecuados para la tarea en cuestión tienen parte de verdad. Pero el mayor problema es la interrupción de estos valores y objetivos concretos, es decir, un debilitamiento de la cohesión social.
Su recuperación requerirá la colaboración de analistas, decisores políticos, líderes empresariales y grupos de la sociedad civil para dilucidar las causas, compartir la culpa de los errores, adoptar unas soluciones flexibles en las que los costes sean compartidos equitativamente y, lo que es más importante, para explicar que los problemas difíciles no pueden solucionarse de la noche a la mañana.
Michael Spence es remio Nobel de Economía y profesor de Economía de la NYU Stern School of Business.
David Brady es subdirector del Instituto Hoover y profesor emérito de Ciencias Poíticas de la Universidad de Stanford.