En nuestro país acostumbramos a acuñar de forma más o menos consciente determinados conceptos, y no tenemos reparo alguno en manosearlos hasta el punto de desvirtuar su propia esencia. Es lo que sucede con el manido término de España vaciada, hasta el punto de llegar a identificar cualquier territorio del interior peninsular con un espacio deshabitado, inhóspito e irremediablemente condenado a una muerte lenta y dulce.
No cabe duda de que en las últimas seis décadas hemos asistido en España a un progresivo desplazamiento de población del interior en favor de la costa y algunos núcleos urbanos que ejercen capitalidad, pero no podemos comparar la auténtica tragedia demográfica de las dos Castillas o Aragón, en donde se cuentan por centenares los pueblos abandonados y provincias como Soria o Teruel no alcanzan los 10 habitantes por kilómetro cuadrado, con lo que sucede en la Andalucía rural de interior, en donde el valle del Guadalquivir aún consigue fijar un importante volumen de población gracias al sector agrario y agroalimentario, y al efecto económico que generan las grandes capitales de provincia que se localizan en torno a ese eje que recorre de nordeste a suroeste gran parte del corazón de nuestra región.
La España vaciada no es más que la consecuencia inevitable del desarrollo de determinadas políticas públicas, que acaban condicionando la iniciativa privada. Territorios marginados en donde la despoblación, el despoblamiento o el envejecimiento se convierten en barreras infranqueables frente a cualquier intento público o privado de revertir la situación.
En el caso de Andalucía, la concentración de población en la costa y las capitales de provincia tampoco es un fenómeno nuevo. Ello ha propiciado un progresivo vaciamiento del interior hasta el punto de que un 72% de los municipios andaluces han perdido población en la última década, con un 10% en severo riesgo de despoblación.
Los territorios perdedores de esta batalla demográfica se encuentran claramente identificados fuera del ámbito de la Depresión del Guadalquivir, en torno a Sierra Morena, las sierras penibéticas y subbéticas del interior, y el árido sureste. Pero eso no es un fenómeno nuevo; son tendencias perfectamente identificadas desde hace tiempo, a las que nadie pone remedio. Y ahí se encuentra la clave: cada vez que desde lo público se privilegia una inversión en un territorio determinado se está escamoteando a otro su futuro, y lamentablemente llevamos demasiado tiempo observando que los espacios más dinámicos, menos necesitados y más potentes desde todos los puntos de vista, acaban acaparando el grueso de las inversiones públicas en infraestructuras, servicios y equipamientos, permitiendo de este modo la consolidación de espacios enormemente acogedores para la inversión privada.
Mientras tanto, provincias enteras como Jaén están siendo condenadas a la atonía económica y como consecuencia de ello a la regresividad demográfica; son espacios sin futuro, subsidiados, de donde huye cualquier joven en cuanto tiene oportunidad. Pero, insisto, no es un mero problema de vaciamiento demográfico; es la falta de oportunidades lo que está condenando a gran parte de Andalucía, a gran parte de España. Y si no me creen, dense una vuelta por la ciudad de Málaga, y luego pásense por Linares o Jaén. Verán la diferencia.
Que los árboles no nos impidan ver el bosque. Aquí en Andalucía no existen desiertos demográficos, salvo casos muy puntuales y por lo general condicionados por factores naturales, pero sí se observan tendencias muy preocupantes que hacen que tres de cada cuatro municipios pierdan todos los años habitantes. Llevamos décadas padeciendo políticas que no reequilibran los territorios, que no ofrecen soluciones a aquella juventud que desea seguir vinculada a su tierra, una juventud que no quiere ser un número más en espacios de aluvión, que no desea disfrutar de la playa más que en vacaciones. ¿Alguna vez alguien se preocupará de ellos?
Que no nos engañen: no hablemos más de la España vaciada; hablemos de la España sin oportunidades.
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