
La capacidad de emocionar sin recurrir a fórmulas sentimentales puede más que el tono modesto de una película que podría pasar desapercibida en una cartelera dominada por Tom Cruise.
Con Los Tortuga, la realizadora Belén Funes consolida una voz cinematográfica que se resiste al artificio y al sentimentalismo, para indagar con sobriedad y profundidad en los lazos familiares marcados por la precariedad y el desarraigo. Si en su celebrada ópera prima La hija de un ladrón el foco recaía sobre la figura de un padre ausente y manipulador, en esta nueva entrega el eje dramático gira en torno a una madre y una hija que afrontan una pérdida desde posiciones emocionales opuestas pero igualmente legítimas.
Funes vuelve a sumergirse en los márgenes de la sociedad barcelonesa, capturando con precisión los ecos de un entorno en el que la inestabilidad laboral, el problema habitacional y las tensiones migratorias dibujan un trasfondo tan real como necesario. La directora no subraya estos elementos, sino que los deja fluir en las rutinas de sus personajes, permitiendo que la carga social emerja de manera orgánica, sin caer en el discurso fácil.
Antonia Zegers firma una interpretación sobria y contenida como una madre noctámbula, taxista por necesidad más que por vocación, entregada a sostener con esfuerzo silencioso el futuro de su hija. Frente a ella, Elvira Lara encarna con naturalidad y fuerza a una joven decidida a abrirse camino en el mundo del cine, pese a la falta de recursos, sorteando tanto la carencia económica como los fantasmas emocionales que deja el duelo.
Los Tortuga es una película de silencios significativos, de gestos que dicen más que las palabras. Funes, junto a Marçal Cebrián en el guion, opta por una narración austera que se apoya en lo cotidiano para hablar de lo esencial: el vacío que deja quien ya no está, el legado que nos constituye aunque no lo hayamos elegido, y la persistencia de los afectos como forma de resistencia.
Lejos de los aspavientos dramáticos y de cualquier tentación de melodrama, la película conmueve precisamente por su contención. Esa misma discreción, sin embargo, puede jugar en su contra, haciendo que la propuesta pase inadvertida en un panorama dominado por narrativas más estridentes.
Con claras resonancias del cine social europeo —los Dardenne vienen inevitablemente a la mente, aunque Funes se desmarca con una mirada más introspectiva—, Los Tortuga se afirma como una obra madura, serena y poderosa en su honestidad. Una película que no busca impresionar, sino acompañar al espectador en un viaje emocional sincero, donde lo íntimo y lo político se entrelazan con admirable sutileza.
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