
Tanto tensó la cuerda que al final se rompió. Thaksin Shinawatra voló hace unos días a Nueva York en calidad de primer ministro tailandés y, horas después, no sólo dejó de serlo si no que, desde ayer, se confirmó su pase fulminante al exilio.
Al embarcar en ese avión, sabía los riesgos que corría: Tailandia cumple su noveno mes de parálisis permanente, la cúpula militar había enseñado las uñas después de un último nombramiento sospechoso y el escándalo financiero que lo catapultó empezaba a ahogarle de manera insostenible. Caldo de cultivo para un golpe de Estado para el que sólo faltaba el beneplácito real… Y llegó. Los dados empezaron a rodar: golpe de Estado al canto, el número 23 en 74 años.
La chispa que lo encendió todo saltó el pasado enero. La familia de Thaksin Shinawatra, fundadora de Shin Corporation, ponía el control de la compañía tailandesa líder de telefonía móvil y otros negocios en manos de la singapurense Temasek Holdings. Gracias a la venta de su paquete del 50 por ciento de las acciones, se embolsó 1.900 millones de dólares. Pero además de enfurecer a la población y a sus enemigos por poner en manos extranjeras una de las empresas nacionales de referencia, Thaksin cavó su propia tumba. La venta se estructuró de tal manera que él y su familia eludieron el pago de impuestos. Culminaba así el tránsito desde una familia comerciante relativamente acomodada de Chiang Mai, donde nació, a ser uno de los magnates más ricos y poderosos del país.
Se educó en EEUU, llegó a teniente de la policía en los 70 y lanzó varios negocios con suerte dispar hasta que cerró diversos acuerdos para su negocio de ordenadores personales en los 80, lo que le llevó a fundar Shin Corporations y ganar su primera concesión de telecomunicaciones en 1987.
Tuvo un paso fugaz por la política pero no sería hasta 1998, con la fundación de su partido Thai Rak Thai, que pasó al primer plano político. Se ganó el corazón de los tailandeses con sus promesas de aplicar sus recetas empresariales a la crisis asiática de 1997 y devolver la gloria al país. Con un discurso populista cautivó a los pobres. Y con medidas drásticas, incluida la devolución de la deuda al FMI, cautivó al mercado. Ganó las elecciones de 2001 y la economía explotó.
Se ofreció al pueblo como exponente de una nueva estirpe política. Su carisma entre los campesinos creció en la misma proporción que su autocracia urbana. Concedió dinero, sanidad y préstamos baratos a la mayoría rural mientras las élites urbanas lo acusaban de nepotismo, autoritarismo y corrupción. Siempre salvó los muebles en el frente judicial y en 2005 arrolló en los comicios, convirtiéndose en el primer líder tailandés en ser reelegido.
Se desgastó con sendas campañas en el sur del país, una contra la insurgencia musulmana y otra contra las drogas, que dejaron 4.000 muertos y acusaciones de violaciones de derechos humanos. Ahora, una vez caído, se le espera en Londres, donde tiene lujosas propiedades. En Bangkok, los rumores aseguran que en las semanas previas al golpe de Estado voló al Reino Unido con 50 maletas llenas de dinero. Sabía, dicen, que no podría parar el golpe, pero al menos quería salvar su fortuna.