
Cuando en 2012 Mariano Rajoy accedió a la Presidencia del Gobierno, se encontró como herencia un déficit público desbocado, que rondaba el 9 del PIB. Desde entonces el Ejecutivo trabajó por reducir ese desequilibrio, una tarea que hará posible que, en 2017, se aproxime al 3% y España cumpla su compromiso con Bruselas.
Ahora bien, tal reducción es compatible con una evolución opuesta del gasto estructural del Estado en ese mismo periodo. En concreto, dicho desembolso ha aumentado por encima del PIB nominal (PIB real más inflación). Se incrementa un 11,3% frente a solo el 8,5% de crecimiento económico. Este repunte del gasto adquiere todavía mayor importancia al estar descontados los gastos por desempleo e intereses de la deuda.
El análisis de todos estos datos lleva a contundentes conclusiones. En primer lugar, por grande que haya sido la caída del déficit, debe subrayarse que ésta se ha nutrido de recortes en los ámbitos más coyunturales y accesorios del funcionamiento de la Administración y de sus plantillas. En otras palabras, está todavía hoy pendiente la tan pregonada reforma del sector público que acabe con las duplicidades e ineficiencias tan importantes en ese desembolso estructural que no dejó de avanzar. En segundo lugar, la ausencia de dicha reforma llama la atención sobre el serio riesgo que implica volver a la laxitud presupuestaria, argumentando que el fuerte avance del PIB y de la recaudación fiscal lo permiten. Muy al contrario, urge todavía contener el gasto público, y evitar que alcance una envergadura que se convierta en un lastre para el conjunto de la economía, como ocurrió en la reciente crisis.