
Fue 2015 el año en el que Hacienda empezó a aplicar unas muy severas sanciones dirigidas contra aquellos contribuyentes que incurrieran en incumplimientos referentes a su declaración de bienes en el extranjero. Basta con manifestar fallos de carácter meramente administrativo, como presentar la declaración fuera de plazo, para que se activen unas multas de extrema dureza que, desde el inicio, escandalizaron a los expertos en fiscalidad.
Había buenas razones para ese rechazo, en primer lugar, por el hecho de que son imprescriptibles, circunstancia que no afecta ni a las penas por delitos tan graves como el terrorismo. Pero todavía más importante es la elevada cuantía que pueden alcanzar, equivalente al 150% de la cuota que resulte de la liquidación que fije la Inspección de Hacienda.
Se trata de unos gravámenes que carecen de parangón con los propios de ningún otro incumplimiento fiscal y no puede sorprender que también la Comisión Europea haya alzado su voz contra ellos. En concreto, el Ejecutivo europeo los tilda, sin paliativos, de "desproporcionados" y contrarios a las libertades fundamentales que la Unión defiende. Por ello, demanda la modificación de este régimen sancionador, bajo la amenaza de acudir al Tribunal de Justicia de la UE si la Hacienda española desoye el llamamiento.
El Gobierno no puede permitirse incurrir en ese error. La lucha contra el fraude fiscal tiene que potenciarse y, entre los medios más efectivos a su alcance, sin duda está el establecimiento de medidas coercitivas realmente disuasorias contra sus responsables. Pero nada justifica el recurso a multas excesivas, cuyos efectos sólo merecen calificarse de confiscatorios.